A finales de los años 50 no había guarderías en el barrio donde yo vivía y cuando mi madre tenía que ir a trabajar o a algún recado, lo normal era que me quedase solo en casa. Como en la película, pero en pobre.
En el vecindario, las amas de casa también se
ayudaban mutuamente en la crianza de los hijos. Podías quedarte en casa, donde
alguna vecina vendría a cuidarte, o bien te llevaban a su casa, y allí pasabas
el tiempo mientras tu madre estaba fuera.
Tenía muy claro, porque así me lo hacían saber
mis padres, que estando solo, no me podía asomar a la ventana, que no podía
abrir la puerta a nadie y que no entrase en la cocina ya que era peligroso, del
resto no había prohibiciones.
En el comedor de la vivienda, muy pequeña, por
cierto, teníamos una mesa, unas sillas y lo que denominábamos un bufet,
consistente en un mueble de tres cajones y dos pequeños armarios laterales. A
su lado estaba una nevera que teníamos que alimentar de hielo, casi todos los
días.
En los años 50 en Barcelona, la fabricación de
hielo era un proceso industrial clave, especialmente en una era donde los
refrigeradores domésticos aún no eran comunes. Las fábricas de hielo operaban
utilizando grandes tanques de agua que se congelaban mediante sistemas de
refrigeración por compresión. El refrigerante más común era el amoníaco, que
circulaba por serpentines que rodeaban los tanques.
El proceso involucraba la compresión del amoníaco
gaseoso, que se calentaba y luego se enfriaba en un condensador,
transformándolo en líquido. Este líquido pasaba por una válvula de expansión,
reduciendo su presión y temperatura, y se evaporaba en un evaporador,
absorbiendo calor y enfriando el agua circundante para formar hielo en grandes
bloques. Estos bloques se cortaban en secciones manejables utilizando sierras
eléctricas o manuales.
Una vez producido, el hielo necesitaba ser transportado desde las fábricas hasta los puntos de distribución y consumo. El transporte se realizaba en pequeñas furgonetas o en carros tirados por caballos, una imagen icónica de la Barcelona de esa época. Los carros estaban diseñados para minimizar la pérdida de hielo durante el trayecto, utilizando materiales aislantes como paja, lona y mantas gruesas para proteger los bloques del calor. Los carretilleros, encargados del transporte, recorrían las calles de la ciudad llevando el hielo a los almacenes de distribución y a los comercios.
Los almacenes de hielo eran fundamentales en los barrios, actuando como puntos de almacenamiento temporal. La gente acudía a estos almacenes con carretillas, cubos o sacos resistentes para comprar el hielo. Era común ver a amas de casa, pequeños comerciantes y taberneros formando filas para adquirir bloques de hielo, que luego utilizaban para mantener frescos los alimentos en neveras o para enfriar bebidas. El hielo se vendía generalmente por peso, y los empleados de los almacenes lo cortaban en tamaños más manejables según las necesidades de los clientes.
Aún recuerdo, siendo muy pequeño, acompañar a mi
padre o a mi madre, para acudir al almacén con un cubo y tener verdadero miedo
a los garfios, a las salpicaduras heladas y las sierras que utilizaban los
obreros para cortarlo y depositarlo en los baldes.
Los comercios y bares recibían entregas directas
de hielo. Los carretilleros descargaban los bloques y los colocaban en cámaras
frigoríficas o neveras especiales dentro de los establecimientos.
En las tabernas y bares, el hielo se utilizaba
principalmente para enfriar bebidas y conservar ciertos alimentos. Los
comerciantes y taberneros dependían del hielo diario para sus operaciones,
haciendo de la distribución una actividad esencial en la vida económica y
social de la Barcelona a mediados y finales de los años 50.
Las neveras domésticas de hielo eran esenciales
para la conservación de alimentos. Estas neveras eran muebles robustos,
generalmente de madera, con un revestimiento interior de metal. Ese aislamiento
se lograba mediante corcho negro, que mantenía el frío en el interior. El
propósito era reducir la transferencia de temperatura entre el interior y el
exterior de ese espacio. El aislamiento térmico es un componente clave en la
eficiencia de las neveras y en muchos otros aspectos de la construcción
moderna.
Nuestra nevera tenía dos compartimentos
principales, en la parte superior se colocaban los bloques de hielo cortados, y
en la parte inferior se ponían los alimentos. Era como un cajón verde
redondeado con pequeñas patas, con una maneta que al girarla la hacía hermética
en la que colocábamos alguna bebida y algún alimento como carne, verdura, o pescado
y poca cosa más. Estaba colocada al lado del bufet y era un poco más alta que
el mueble, sobre ella solía haber un frutero.
El agua
del hielo derretido se recogía en un recipiente o bandeja en la base, que debía
vaciarse regularmente. Estas neveras permitían mantener frescos alimentos y
bebidas sin electricidad.
El bufet, que significa
"banco" o "mueble donde se colocan los platos", proviene
del francés "buffet", con sus
cajones llenos de secretos, era una especie de portal mágico que me permitía
alcanzar nuevas alturas, literalmente. Escalarlo era como ascender una montaña,
con la emoción del riesgo y la promesa de una vista panorámica de mi pequeño
reino cuando estaba solo.
En aquellos días, cada rincón de nuestra pequeña
vivienda se convertía en un escenario de aventuras imaginarias. El comedor no
era solo un espacio para comer, sino un vasto territorio de exploración para mi
mente infantil. Los objetos cotidianos se transformaban en piezas clave de mis
historias.
En cierta ocasión, estando solo, hice lo que
muchos niños hacen cuando tienen dos o tres años, echar de imaginación para
construirme un lugar diferente al habitual y jugar a aquello que no te dejan
hacer por estar fuera de lugar y ser peligroso. Así que lo que se me ocurrió
fue abrir el tercer cajón del bufet al máximo, el segundo cajón hasta la mitad
y el primer cajón solo un poco, convirtiendo el mueble en una escalera perfecta
para subir hasta la tarima encimera. Aún no sé cómo aquello no se volcó y
provoqué un desastre en aquel comedor. El caso es que aguantó, supongo por el
peso de las cosas almacenadas y porque yo pesaba poco.
La nevera de hielo se erguía como un monolito de un mundo antiguo y misterioso, guardiana de tesoros fríos que alimentaban mi curiosidad y mi imaginación.
Logré el primer propósito, solo quedaba llegar hasta encima de la nevera para completar la conquista de la escalada; allí la recompensa sería mayúscula.
El objetivo se concluyó sentándome al lado del
frutero, donde había dos kilos de plátanos.
Cada plátano devorado en la cima era un trofeo,
una dulce victoria sobre la monotonía de la espera en solitario.
Cuando llegaron mis padres tuvieron que esquivar
las pieles de la preciada fruta para no resbalar ya que me los había comido
todos.
Mis padres, al regresar, encontraron no solo una
pila de cáscaras de plátano, sino también a un pequeño conquistador satisfecho,
con el rostro manchado de la dulzura de sus descubrimientos. La regañina que
siguió estaba cargada de una mezcla de preocupación y alivio, porque, aunque no
había desobedecido las reglas, había hecho un estropicio y me podía producir un
fuerte dolor estomacal, también había demostrado una astucia y una habilidad
para sobrevivir y adaptarme a la soledad de aquellos días.
A veces, al cerrar los ojos, puedo volver a
sentir el frescor del hielo, los garfios afilados clavándose en el hielo, arrancando
fragmentos que volaban en todas direcciones, salpicando a los que observábamos,
inmóviles y con los ojos bien abiertos, las guillotinas horizontales salpicando
a los presentes y asustando a los más pequeños, como a mí, era como si el frío
del hielo se trasladara a nuestro interior.
En esos recuerdos, encuentro una especie de
consuelo y un recordatorio de que, incluso en los momentos más simples y
cotidianos, la vida está llena de pequeñas aventuras esperando ser
descubiertas.
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