Las vísperas de la verbena de San Juan en el barrio de Sant Antoni, donde
pasaba temporadas con mis abuelos, eran días de misterio y expectación. Todos
los niños, y también los que ya habían dejado de serlo pero que aún se
aferraban al espíritu juguetón de la infancia, nos dedicábamos a una tarea que
parecía un ritual secreto, una misión casi mágica. Recorríamos las calles y
patios, en busca de todo lo que pudiera arder: muebles viejos, cajas de madera,
tablones desechados. Lo recogíamos con cuidado y lo escondíamos en lugares que
solo nosotros conocíamos, como si guardáramos un tesoro. En el aire flotaba una
mezcla de emoción y complicidad, una energía que crecía con cada pieza que
añadíamos a nuestra colección clandestina.
El 23 de junio, la espera llegaba a su fin. Con el sol aún alto,
comenzábamos a levantar nuestra montaña de maderas, una obra de arte efímera
que se alzaba en cada esquina del barrio. Para nosotros, cada fragmento de
madera tenía una historia, y cada historia se convertía en parte de esa
estructura que pronto se transformaría en llama. Cuando caía la noche, la magia se desataba. Desde las alturas del Eixample, el
barrio parecía un tablero iluminado por las llamas de las hogueras que ardían
en cada manzana. La ciudad se veía atrapada en un fuego que, lejos de ser
destructivo, era un símbolo de celebración, un homenaje al poder del fuego como
elemento purificador y renovador.
En nuestra esquina, la hoguera brillaba intensamente, y nosotros la
mirábamos con orgullo. Habíamos trabajado todo el día para ese momento, para
crear algo que compitiera con las demás, y ahora nuestras llamas se alzaban,
altas y poderosas, como un desafío al cielo nocturno. Nos sentíamos parte de
algo más grande, parte de una tradición que se remontaba a tiempos antiguos, y
al mismo tiempo, protagonistas de nuestra propia historia.
La noche de San Juan, el barrio se convertía en un reino de luces y ruidos.
Salíamos a la calle con los bolsillos llenos de bombetas, petardos, piulas y
bengalas. El estruendo de los petardos resonaba en el aire, mezclándose con el
crujido de la madera ardiendo, creando una sinfonía caótica que para nosotros
era pura alegría. Encendíamos las bengalas y las hacíamos girar en el aire,
dibujando círculos de fuego que se desvanecían en la oscuridad, dejando tras de
sí un rastro efímero de luz y chispa. En esos instantes, sentíamos que la noche
nos pertenecía, que éramos dueños del tiempo y del espacio, que nada podía
apagar el fuego que ardía en nuestros corazones.
Y así, entre el fuego y las risas, la noche avanzaba, y nosotros, aún a
medio camino entre la infancia y la juventud, descubríamos en cada chispazo de
luz y en cada estallido de sonido, la esencia de la fiesta, esa mezcla de
nostalgia y anticipación, de fin y de inicio, que la verbena de San Juan traía
consigo. Mientras las llamas se consumían, nosotros nos prometíamos que el
próximo año volveríamos a hacerlo, que una vez más llenaríamos el barrio de
Sant Antoni de hogueras y risas, de luz y sonido, manteniendo viva la magia de
esa noche eterna.
De niño, me fascinaban las chispas. Había algo hipnótico en esas diminutas
estrellas que surgían de los lugares más inesperados. Mis favoritas eran las
que brotaban del encuentro entre el acero y la piedra, un destello fugaz,
nacido del roce, que encendía mi imaginación.
Recuerdo especialmente al afilador que recorría las calles del barrio. Con
su viejo carro, anunciaba su llegada con el sonido agudo de un chiflo, o pito
de afilador, una melodía que resonaba entre las fachadas, llamando a los
vecinos a sacar sus cuchillos y tijeras. Con cada giro de su rueda, el afilador creaba un espectáculo de chispas que
volaban en todas direcciones, dibujando efímeras constelaciones en el aire. Me
acercaba a él con la misma emoción con la que vivía la noche de San Juan.
Observaba cómo las chispas surgían del encuentro entre la hoja del cuchillo y
la piedra giratoria, y en mi mente infantil, aquellas chispas no eran
diferentes de las que brotaban de las bengalas durante la verbena. Ambas nacían
del fuego, del choque, del poder de la fricción y la química, y ambas llenaban
de luz y magia esos pequeños momentos de la vida cotidiana que, sin saberlo
entonces, se convertirían en recuerdos imborrables.
El sonido agudo del chiflo del afilador, también llamado zampoña, resonaba
por las calles, anunciando su llegada como un mensajero de tiempos pasados.
Aquella melodía, simple pero inconfundible, se deslizaba entre las casas,
despertando la curiosidad de los niños y la atención de los mayores. En mi
mente de niño, el afilador no era solo un comerciante, sino un personaje
mágico, portador de misterios y antiguas tradiciones.
El tono del chiflo era una melodía familiar que
resonaba en las calles, evocando una mezcla de nostalgia y misterio. Aquel
simple silbido, nacido del soplo del afilador, era más que una señal de su
llegada; era una llamada que despertaba viejas tradiciones y creencias
arraigadas en la memoria colectiva.
A mí, me fascinaban esos pequeños chiflos de
plástico que encontrábamos en los quioscos. Eran regalos modestos, acompañados
de alguna golosina, pero para nosotros, eran mucho más que simples juguetes.
Con un soplido, podíamos imitar la melodía del afilador, sintiéndonos
partícipes de un ritual que se remontaba a siglos atrás. Imaginábamos que, al
hacerlo, convocábamos la magia que ese hombre misterioso traía consigo, y por
un momento, nos convertíamos en guardianes de secretos antiguos.
El origen de esta tradición venía de Galicia, en la tierra de Ourense, donde el chiflo y el afilador se entrelazaron en una simbiosis única. Allí, en la Ribera Sacra, el carro del afilador adorna el escudo del municipio de Nogueira de Ramuín, testigo silencioso de una herencia que se transmitía de generación en generación.
Escudo del Municipio de Nogueira de Ramuín
En algunos pueblos, cuando el chiflo del afilador resonaba, la gente reaccionaba con una mezcla de respeto y superstición. Algunos se cubrían la cabeza con un trapo negro, buscando atraer la buena suerte, mientras que otros se sacudían la ropa, deseosos de espantar la mala fortuna.
Se decía que el sonido del chiflo era presagio de
muerte, que su silbido advertía de la cercanía de lo inevitable. Pero también
se decía que traía consigo la bendición de San Antonio Abad, protector de los
animales y de los oficios ambulantes, y que aquellos que lo escuchaban debían
proteger su dinero, pues el silbido podía hacer que se esfumara de forma
inexplicable.
Para mí, el chiflo del afilador nunca fue motivo
de temor. Era más bien un símbolo de la continuidad, de la conexión con un
pasado que se resistía a desvanecerse. En cada soplido, en cada nota sencilla
que escapaba del chiflo, se escondía una historia, un eco de la “Terra da
chispa” que seguía viva en cada esquina, recordándonos que la tradición, por
simple que parezca, siempre encuentra la manera de perdurar.
Con su viejo carro y su delantal de cuero, se detenía en las esquinas,
desplegando su rueda de esmeril. Las chispas nacían de la fricción entre el
acero y la piedra, iluminando fugazmente el rostro concentrado del afilador. En
aquellos destellos, parecía contenerse la historia de siglos de un oficio que
había acompañado a la humanidad desde tiempos remotos.
El carro del afilador era un pequeño mundo en
movimiento, una isla rodante de oficio y tradición. En la parte delantera, la
gran rueda de esmeril giraba con precisión, impulsada por el pedaleo constante
del afilador. Era un ciclo hipnótico de energía transferida, un mecanismo
simple pero efectivo que convertía el esfuerzo del hombre en chispas luminosas
que saltaban al contacto del acero.
Aquel carro no era solo una herramienta de
trabajo, sino un refugio, una extensión del afilador mismo. Con sus cajones
llenos de piedras de afilar, aceites y pequeñas herramientas, parecía preparado
para cualquier desafío que le presentara el acero desgastado de la vida
cotidiana. Era robusto y práctico, diseñado para resistir el paso del tiempo y
las inclemencias del clima, siempre listo para rodar por las calles y ofrecer
sus servicios de puerta en puerta.
Sobre el carro, un paraguas coronaba el
escenario. No era un simple accesorio, sino un compañero fiel, protegiendo al
afilador del sol abrasador y de la lluvia imprevista. Con sus colores
llamativos, el paraguas no solo brindaba sombra y cobijo, sino que también
anunciaba su presencia desde lejos, invitando a los vecinos a acercarse, a
escuchar el silbido agudo del chiflo y a presenciar el ritual del afilado.
Era fácil imaginar al afilador pedaleando bajo aquel paraguas, concentrado en su tarea, mientras el acero y la piedra se encontraban en un breve pero intenso baile de chispas. Y aunque el humor popular bromeara sobre el hambre de su perro, que se comía las chispas para catar algo caliente, había algo profundo y admirable en aquel hombre que recorría las calles con su carro, llevando consigo la chispa de un oficio tan antiguo como esencial. En cada giro de la rueda, en cada destello de luz, el afilador no solo mantenía viva la herramienta, sino también la memoria de una tradición que, como él, se resistía a desaparecer.
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