En mi infancia, cuando apenas tenía tres o cuatro años, me
fascinaba observar a otros niños jugar, especialmente a las niñas saltando la
cuerda o las gomas. Me parecía que poseían una sincronización casi mágica, muy
superior a la mía. En sus movimientos coordinados, yo veía una armonía que me
resultaba inalcanzable.
Saltar a las gomas era, y creo que aún hoy sigue siendo, un
juego muy popular entre las ellas.
A menudo me pregunto qué es lo que hace que este juego haya
perdurado a lo largo del tiempo. Quizás sea esa mezcla de coordinación y
música, de movimientos precisos acompañados por las letras repetitivas de las
canciones. Las niñas saltaban a la goma mientras cantaban sin esfuerzo
aparente, con una naturalidad que me sorprendía profundamente. Siempre he
creído que nosotros, los hombres, no tenemos esa capacidad innata para hacer
dos cosas a la vez, como si hubiera una desconexión entre el cuerpo y la mente.
Nos cuesta, por ejemplo, andar y mascar chicle al mismo tiempo, sin tropezar o
mordernos la lengua, mientras que ellas realizaban saltos y cantos con una
sincronía que parecía mágica.
El juego en sí era sencillo: dos niñas sostenían una cinta
elástica, estirada entre sus tobillos, rodillas o caderas dependiendo del nivel
de dificultad, y una tercera niña saltaba, ejecutando una coreografía que
combinaba movimientos específicos y rítmicos. Si solo había dos participantes,
una de ellas podía ser sustituida por una silla, y si solo había una niña saltando,
pues con dos sillas se resolvía el problema. Era un juego que, a pesar de su
aparente simplicidad, requería una habilidad que yo, como niño, admiraba desde
la distancia.
Mientras las niñas se concentraban en sus juegos, los niños
nos dedicábamos a actividades diferentes. Solíamos darle patadas a un balón y, que
poniendo las carteras del cole y unos abrigos se convertían en porterías de un
imaginario campo de futbol, también jugábamos al escondite, a las canicas, a
las chapas o a juegos más físicos, como el popular "churro, media manga,
mangotero" estos y otros como a “policías y ladrones” eran los pasatiempos
infantiles de la época. Aunque nuestras actividades eran más competitivas y
centradas en la fuerza o la destreza, carecían de la gracia y la poesía que
caracterizaban los juegos de las niñas. Ellas, además de saltar a las gomas,
también jugaban a la rayuela, a la cuerda y a la gallinita ciega, todos ellos
acompañados de canciones.
Eran esas canciones las que daban un toque especial a sus juegos. "Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero..." o "Don Melitón tenía tres gatos, que los hacía bailar en un plato...". Aquellas canciones, aparentemente sencillas, formaban parte de una especie de banda sonora colectiva de nuestra infancia, creando una atmósfera que recordaba a una película en blanco y negro, de esas que evocan la inocencia y la alegría de principios de los años sesenta.
El juego de la cuerda o la comba, que también solían practicar las niñas, tiene un origen muy antiguo. Se cree que los egipcios ya lo jugaban alrededor del 1600 a.C., utilizando cuerdas de vid trenzada. Diversas culturas, a lo largo de la historia, han adoptado formas similares de este juego.
En el arte chino, por ejemplo, se pueden encontrar representaciones
de niños saltando con cuerdas hechas de bambú o fibras vegetales. En Europa,
durante la Edad Media, se practicaban juegos de salto en festividades y ferias,
aunque no fue hasta los siglos XVII y XVIII cuando el juego de saltar la cuerda
se popularizó como una actividad infantil en los Países Bajos e Inglaterra.
Fueron precisamente los colonos neerlandeses quienes
llevaron este juego a América del Norte, donde se expandió rápidamente entre
los niños y niñas en las calles de pueblos y ciudades. Lo interesante es cómo
ha evolucionado el juego de la cuerda. Si bien comenzó como una simple
actividad lúdica, hoy en día también es considerado un ejercicio físico y una
disciplina deportiva. En competiciones, se evalúan no solo la velocidad y
resistencia de los saltadores, sino también sus destrezas acrobáticas, con variaciones
en las reglas y estilos dependiendo de la cultura y la región. No obstante, lo
esencial del juego sigue siendo el mismo en todo el mundo: la cuerda como
herramienta de movimiento, ritmo y coordinación.
En realidad, no se necesita mucho para saltar la cuerda: basta con una cuerda y una persona dispuesta a saltar. Pueden jugar solos o en grupo, lo cual es una de las razones de su popularidad. Pero el salto de cuerda no es solo un juego para niños; en el mundo del deporte, es una herramienta de entrenamiento fundamental, especialmente en disciplinas como el boxeo. Para un boxeador, saltar la cuerda no es solo un ejercicio, sino una técnica para mejorar la coordinación, la resistencia cardiovascular, el equilibrio y la agilidad. Es clave para desarrollar reflejos rápidos, fortalecer las piernas y mantener un ritmo constante de movimiento, todos ellos aspectos cruciales para un buen desempeño en el ring.
Las discusiones entre estas dos mujeres no solo perturbaban
nuestra tranquilidad, sino la de todo el vecindario. A veces, sus peleas se
volvían tan intensas que uno se preguntaba si en algún momento pasarían de los
gritos a las manos, como en un combate de boxeo, aunque por suerte eso nunca
ocurrió. Sin embargo, la tensión se podía sentir en el ambiente, y todos los
vecinos estábamos hartos de escuchar a esas dos mujeres pelearse día tras día.
Un día, mi padre, un hombre que siempre encontraba
soluciones creativas a los problemas, decidió poner fin a aquella situación de
una manera inesperada. Aprovechando una de las cuerdas de saltar que teníamos
en casa, esperó el momento oportuno, cuando ambas vecinas estaban en sus
respectivas viviendas, y sin hacer ruido ató un extremo de la cuerda al pomo de
la puerta del cuarto primera y el otro extremo al pomo de la puerta del cuarto
segunda. Así, sin que se dieran cuenta, ambas quedaron atrapadas en sus hogares,
sin poder salir.
La escena que siguió fue casi cómica. Ninguna de las dos
podía abrir la puerta, y hasta que uno de los maridos no llegó por la noche y
desató la cuerda, ambas estuvieron recluidas en sus casas. No supimos nunca si
alguna de ellas descubrió quién había sido el autor de aquella travesura, pero
lo que sí quedó claro fue que, tras aquel incidente, las dos dejaron de
hablarse, y, por lo tanto, de discutir. Lo curioso es que aquella cuerda,
destinada a ser un instrumento de juego y diversión, terminó siendo la clave
para recuperar la paz en el vecindario.
Desde entonces, siempre he recordado ese episodio como un
ejemplo de cómo un objeto tan simple puede tener múltiples significados y usos.
Aquella cuerda no solo trajo silencio y tranquilidad, sino que también
simbolizó el ingenio y la capacidad de mi padre para resolver problemas con
humor y creatividad. Y, por supuesto, mi hermana, que en aquel momento tendría
alrededor de un añito, finalmente pudo dormir tranquila.
A lo largo de los años, he seguido viendo cómo los juegos de
mi infancia, como las gomas y la cuerda, han evolucionado y se han adaptado a
los tiempos modernos. Aunque muchos de esos juegos han cambiado en su forma o
han sido sustituidos por nuevas tecnologías, la esencia de la diversión y la
alegría que proporcionaban sigue siendo la misma. La capacidad de los niños
para transformar objetos simples en herramientas de juego, para crear mundos
imaginarios a partir de nada, es algo que siempre me ha fascinado.
A veces, cuando veo a niños jugando en los parques o en las
calles, me pregunto si sienten la misma magia que nosotros sentíamos en
aquellos días. ¿Siguen cantando canciones mientras saltan a la cuerda? ¿Aún se
escucha el eco de esas rimas infantiles que resonaban en los patios de recreo?
Tal vez no de la misma manera, pero estoy seguro que, en algún lugar, una
niña está saltando a la goma mientras entona una canción, y en ese momento, el
tiempo se detiene, y todo vuelve a ser tan simple y maravilloso como en
aquellos días.
Al final, lo que importa no es tanto el juego en sí, sino lo
que representa. Saltar a la cuerda, jugar a las gomas o a la rayuela, no son
solo actividades físicas, sino recuerdos compartidos, momentos de conexión y
alegría. Y aunque los tiempos cambien y los juegos evolucionen, siempre habrá
algo especial en esos sencillos actos de saltar y cantar, en ese mágico
instante en que el cuerpo y la voz se encuentran en perfecta armonía.
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