miércoles, 16 de octubre de 2024

Juegos infantiles

 

En mi infancia, cuando apenas tenía tres o cuatro años, me fascinaba observar a otros niños jugar, especialmente a las niñas saltando la cuerda o las gomas. Me parecía que poseían una sincronización casi mágica, muy superior a la mía. En sus movimientos coordinados, yo veía una armonía que me resultaba inalcanzable.

Saltar a las gomas era, y creo que aún hoy sigue siendo, un juego muy popular entre las ellas.

A menudo me pregunto qué es lo que hace que este juego haya perdurado a lo largo del tiempo. Quizás sea esa mezcla de coordinación y música, de movimientos precisos acompañados por las letras repetitivas de las canciones. Las niñas saltaban a la goma mientras cantaban sin esfuerzo aparente, con una naturalidad que me sorprendía profundamente. Siempre he creído que nosotros, los hombres, no tenemos esa capacidad innata para hacer dos cosas a la vez, como si hubiera una desconexión entre el cuerpo y la mente. Nos cuesta, por ejemplo, andar y mascar chicle al mismo tiempo, sin tropezar o mordernos la lengua, mientras que ellas realizaban saltos y cantos con una sincronía que parecía mágica.




El juego en sí era sencillo: dos niñas sostenían una cinta elástica, estirada entre sus tobillos, rodillas o caderas dependiendo del nivel de dificultad, y una tercera niña saltaba, ejecutando una coreografía que combinaba movimientos específicos y rítmicos. Si solo había dos participantes, una de ellas podía ser sustituida por una silla, y si solo había una niña saltando, pues con dos sillas se resolvía el problema. Era un juego que, a pesar de su aparente simplicidad, requería una habilidad que yo, como niño, admiraba desde la distancia.

Mientras las niñas se concentraban en sus juegos, los niños nos dedicábamos a actividades diferentes. Solíamos darle patadas a un balón y, que poniendo las carteras del cole y unos abrigos se convertían en porterías de un imaginario campo de futbol, también jugábamos al escondite, a las canicas, a las chapas o a juegos más físicos, como el popular "churro, media manga, mangotero" estos y otros como a “policías y ladrones” eran los pasatiempos infantiles de la época. Aunque nuestras actividades eran más competitivas y centradas en la fuerza o la destreza, carecían de la gracia y la poesía que caracterizaban los juegos de las niñas. Ellas, además de saltar a las gomas, también jugaban a la rayuela, a la cuerda y a la gallinita ciega, todos ellos acompañados de canciones.

Eran esas canciones las que daban un toque especial a sus juegos. "Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero..." o "Don Melitón tenía tres gatos, que los hacía bailar en un plato...". Aquellas canciones, aparentemente sencillas, formaban parte de una especie de banda sonora colectiva de nuestra infancia, creando una atmósfera que recordaba a una película en blanco y negro, de esas que evocan la inocencia y la alegría de principios de los años sesenta. 

El juego de la cuerda o la comba, que también solían practicar las niñas, tiene un origen muy antiguo. Se cree que los egipcios ya lo jugaban alrededor del 1600 a.C., utilizando cuerdas de vid trenzada. Diversas culturas, a lo largo de la historia, han adoptado formas similares de este juego. 

En el arte chino, por ejemplo, se pueden encontrar representaciones de niños saltando con cuerdas hechas de bambú o fibras vegetales. En Europa, durante la Edad Media, se practicaban juegos de salto en festividades y ferias, aunque no fue hasta los siglos XVII y XVIII cuando el juego de saltar la cuerda se popularizó como una actividad infantil en los Países Bajos e Inglaterra.

Fueron precisamente los colonos neerlandeses quienes llevaron este juego a América del Norte, donde se expandió rápidamente entre los niños y niñas en las calles de pueblos y ciudades. Lo interesante es cómo ha evolucionado el juego de la cuerda. Si bien comenzó como una simple actividad lúdica, hoy en día también es considerado un ejercicio físico y una disciplina deportiva. En competiciones, se evalúan no solo la velocidad y resistencia de los saltadores, sino también sus destrezas acrobáticas, con variaciones en las reglas y estilos dependiendo de la cultura y la región. No obstante, lo esencial del juego sigue siendo el mismo en todo el mundo: la cuerda como herramienta de movimiento, ritmo y coordinación.

En realidad, no se necesita mucho para saltar la cuerda: basta con una cuerda y una persona dispuesta a saltar. Pueden jugar solos o en grupo, lo cual es una de las razones de su popularidad. Pero el salto de cuerda no es solo un juego para niños; en el mundo del deporte, es una herramienta de entrenamiento fundamental, especialmente en disciplinas como el boxeo. Para un boxeador, saltar la cuerda no es solo un ejercicio, sino una técnica para mejorar la coordinación, la resistencia cardiovascular, el equilibrio y la agilidad. Es clave para desarrollar reflejos rápidos, fortalecer las piernas y mantener un ritmo constante de movimiento, todos ellos aspectos cruciales para un buen desempeño en el ring. 



De niño, sin embargo, el uso de la cuerda en mi vida era mucho menos técnico, aunque tuvo un papel memorable en una anécdota de mi infancia. Vivíamos en la calle Montseny, en l'Hospitalet, en un edificio donde, a mis cuatro o cinco años, teníamos como vecinas a dos mujeres que se pasaban el día discutiendo. Vivían en el cuarto piso, una frente a la otra, y cualquier excusa era suficiente para que comenzaran a gritarse. No importaba si el motivo era trivial o importante, siempre parecía haber una nueva disputa a la vuelta de la esquina. A nosotros, como familia, nos molestaba mucho, especialmente porque mi hermana, que apenas tenía un añito, se despertaba con los constantes gritos.

Las discusiones entre estas dos mujeres no solo perturbaban nuestra tranquilidad, sino la de todo el vecindario. A veces, sus peleas se volvían tan intensas que uno se preguntaba si en algún momento pasarían de los gritos a las manos, como en un combate de boxeo, aunque por suerte eso nunca ocurrió. Sin embargo, la tensión se podía sentir en el ambiente, y todos los vecinos estábamos hartos de escuchar a esas dos mujeres pelearse día tras día.

Un día, mi padre, un hombre que siempre encontraba soluciones creativas a los problemas, decidió poner fin a aquella situación de una manera inesperada. Aprovechando una de las cuerdas de saltar que teníamos en casa, esperó el momento oportuno, cuando ambas vecinas estaban en sus respectivas viviendas, y sin hacer ruido ató un extremo de la cuerda al pomo de la puerta del cuarto primera y el otro extremo al pomo de la puerta del cuarto segunda. Así, sin que se dieran cuenta, ambas quedaron atrapadas en sus hogares, sin poder salir.

La escena que siguió fue casi cómica. Ninguna de las dos podía abrir la puerta, y hasta que uno de los maridos no llegó por la noche y desató la cuerda, ambas estuvieron recluidas en sus casas. No supimos nunca si alguna de ellas descubrió quién había sido el autor de aquella travesura, pero lo que sí quedó claro fue que, tras aquel incidente, las dos dejaron de hablarse, y, por lo tanto, de discutir. Lo curioso es que aquella cuerda, destinada a ser un instrumento de juego y diversión, terminó siendo la clave para recuperar la paz en el vecindario.

Desde entonces, siempre he recordado ese episodio como un ejemplo de cómo un objeto tan simple puede tener múltiples significados y usos. Aquella cuerda no solo trajo silencio y tranquilidad, sino que también simbolizó el ingenio y la capacidad de mi padre para resolver problemas con humor y creatividad. Y, por supuesto, mi hermana, que en aquel momento tendría alrededor de un añito, finalmente pudo dormir tranquila.

A lo largo de los años, he seguido viendo cómo los juegos de mi infancia, como las gomas y la cuerda, han evolucionado y se han adaptado a los tiempos modernos. Aunque muchos de esos juegos han cambiado en su forma o han sido sustituidos por nuevas tecnologías, la esencia de la diversión y la alegría que proporcionaban sigue siendo la misma. La capacidad de los niños para transformar objetos simples en herramientas de juego, para crear mundos imaginarios a partir de nada, es algo que siempre me ha fascinado.

A veces, cuando veo a niños jugando en los parques o en las calles, me pregunto si sienten la misma magia que nosotros sentíamos en aquellos días. ¿Siguen cantando canciones mientras saltan a la cuerda? ¿Aún se escucha el eco de esas rimas infantiles que resonaban en los patios de recreo? Tal vez no de la misma manera, pero estoy seguro que, en algún lugar, una niña está saltando a la goma mientras entona una canción, y en ese momento, el tiempo se detiene, y todo vuelve a ser tan simple y maravilloso como en aquellos días.

Al final, lo que importa no es tanto el juego en sí, sino lo que representa. Saltar a la cuerda, jugar a las gomas o a la rayuela, no son solo actividades físicas, sino recuerdos compartidos, momentos de conexión y alegría. Y aunque los tiempos cambien y los juegos evolucionen, siempre habrá algo especial en esos sencillos actos de saltar y cantar, en ese mágico instante en que el cuerpo y la voz se encuentran en perfecta armonía.

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