lunes, 17 de marzo de 2025

Sardinas

 

Los fines de semana y vacaciones solíamos ir con un seiscientos que mi padre compró de segunda mano, con él viajábamos toda la familia, era más que un coche; parecía una cápsula del tiempo con risas y ganas de aventuras. Íbamos apretados como “sardinas en lata”, con el equipaje encajado entre las piernas y en el techo la baca desbordada por maletas y cachivaches. Mi padre conducía con paciencia, sobre todo cuando se le preguntaba, ¿falta mucho para llegar?, el siempre respondía, ya falta menos, mi madre preparaba comida para el viaje y nosotros, los tres hermanos, inventábamos juegos para hacer más llevadero el calor y el traqueteo de la carretera. Cada curva, que no eran pocas, traía consigo la emoción del destino, un rincón cercano a Vendrell, donde pasábamos alguna noche y donde también nos asemejábamos al contenido de una lata de sardinas, siempre muy juntitos durante el viaje y en la estancia, teníamos un terrenito donde mi padre, con nuestra ayuda, construia un garaje con la perspectiva que algún día fuera un chalé.

Hablando de “sardinas en lata” …, en el tumultuoso escenario de la Europa napoleónica, mientras las tropas marchaban y los cañones resonaban, enemigos microscópicos como bacterias, microorganismos y moho corrompía los alimentos y provocaba más muertes que las balas y hacían mella en los ejércitos.  Nicolás Appert, un cocinero y pastelero dotado de una mente inquieta, se adentró en un campo que no entendía del todo, pero cuyo dominio prometía cambiar la historia.

Todo comenzó con una necesidad urgente. Napoleón, obsesionado con la salud y la eficacia de sus soldados, ofreció una recompensa a quien pudiera encontrar una solución al problema de la conservación de alimentos. Appert, motivado por la posibilidad de aportar algo trascendental, comenzó a experimentar. ¿Cómo prolongar la vida de los alimentos sin perder sus propiedades?

Tras años de pruebas, errores y perseverancia, Appert logró su hazaña. Cocinaba los alimentos, los envasaba en frascos de vidrio y los sellaba con corcho reforzado con alambre. Luego, sumergiría los recipientes en agua hirviendo. El resultado era extraordinario, los alimentos permanecían comestibles durante meses, frescos y nutritivos. Aunque desconocía los principios científicos detrás de su método, Appert había dado un paso crucial hacia la esterilización. 

Años antes, el holandés, Guillermo Böckel, tuvo una idea, viendo la abundancia de pesca que había en el puerto de Biervliet, en Flandes, montones de pescado fresco se amontonaban en los muelles y buscó una nueva forma de conservación, salado y ahumado, su método transformó no solo el puerto, sino también las mesas de toda Europa. En cada mercado, las sardinas saladas y ahumadas eran un tesoro, un puente entre el presente y el pasado, a la vez su consumo se extendió por toda Europa.

Las primeras conservas viajaron con la marina francesa, alimentando a los soldados que luchaban en el Mediterráneo. Para un ejército acostumbrado a alimentos salados o ahumados, las frutas, verduras, carnes y pescados conservados eran casi un milagro. Napoleón, siempre pragmático, premió un Appert con 17.000 francos, una fortuna que el cocinero invirtió en una fábrica de conservas.

Sin embargo, la historia no fue justa con Appert. La guerra se llevó su fábrica y su sustento. Murió solo y arruinado, sin saber que su legado persistiría. Décadas después, Louis Pasteur explicaría científicamente el proceso, que ahora lleva el nombre de “appertización”, demostrando cómo el calor eliminaba los microorganismos responsables de la elaboración.

El trabajo de Appert no pasó desapercibido para otros inventores. Philippe de Girard adaptó su método, sustituyendo los frascos de vidrio por envases de hierro, más resistentes y prácticos. Este diseño fue perfeccionado y patentado por el inglés Peter Durand, dando lugar a las latas cilíndricas que conocemos hoy. Pero aún faltaba algo crucial, una forma eficaz de abrirlas. Durante muchos años, las latas se abrieron a martillazos, hasta que William Lyman, un inventor estadounidense, diseñó el abrelatas en 1870, completando así la revolución de la conservación alimentaria. 

De esta cadena de esfuerzos, nació un cambio global en la alimentación. Las conservas no solo alimentaron ejércitos. Llegaron a hogares, exploraciones y emergencias. Lo que comenzó como la visión de un cocinero francés trascendió fronteras y épocas, demostrando que, a veces, una idea simple puede transformar el curso de la humanidad.

De niño me llamaba la atención que las sardinas frescas tuviesen espinas y las de lata, aunque también tenían, se podían comer, las de lata estaban hervidas y la espina estaba blanda, el problema residía en abrir las latas tanto de sardinas como los botes de melocotón en almíbar, en casa se consumían con asiduidad éste tipo de productos y cuando se extraviaba el abridor, mi padre con la destreza de un herrero cogía un martillo y un destornillador y lo habría a martillazos, yo con mis pequeñas manos temblorosas sujetaba el bote, apartando la vista y rezando para qué acertase el golpe.
Nunca pasó nada y sigo con las mismas manos de nacimiento.

Recuerdo las latas de foie gras, atún o sardinas, siempre provistas de una pestaña minúscula que prometía un acceso fácil, con una llave desechable en la que se enrollaba el metal, aunque muchas veces traicionaba nuestras expectativas. Girábamos la llave desechable con esperanza, viendo cómo la lata se iba abriendo en una espiral metálica, pero, de pronto, el mecanismo fallaba, la pestaña se rompía, dejándonos a las puertas del festín y volvíamos al martillazo o con un machete de excursionista nos jugábamos la piel para comer el producto enlatado.


Cada año se capturan millones de sardinas, antaño los pescadores seguían a las gaviotas al atardecer y así sabían dónde estaban los bancos de los peces cerca de la superficie ya que la sardina se alimenta de plancton. Luego unas se vendían frescas, otras en salazón y otras iban a las conserveras, donde se enlataban después de haber sido descabezadas, desescamadas, hervidas y aceitadas en la misma lata, haciendo el vacío al cerrarla con la tapa de metal y eliminar así los microorganismos.

Las que estaban en salazón llegaban a las tiendas, generalmente ultramarinos, en unas cajas de madera redonda, llamadas banastas o barricas de madera, que consumíamos las clases menos pudientes. La forma de venderlas eran diversas, por unidades, docenas o medias docenas, envueltas en papel de estraza que además tenía la función de ser útil para desescamarlas.

La forma de comerlas también tenía su gracia, me viene a la memoria cuando en casa mi padre las presionaba envueltas en el papel de estraza, entre el marco de la puerta de la cocina apretando con la misma puerta hasta que se soltaba la plateada piel, luego nos las comíamos con pan y abundante aceite. ¡¡¡Deliciosas!!!

Las sardinas, durante siglos se consumieron secas al sol o cocinadas frescas.

 

Después del bacalao, los arenques y sardinas han sido los pescados más consumidos en España. Las primeras referencias que se tienen del consumo de las sardinas son del siglo XIV, concretamente de 1397, como podemos comprobarlo en el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita en dos estrofas de la pelea que tuvo Don Carnal con Doña Cuaresma donde puede leerse:

Vino luego en su ayuda la salada sardina
que hirió muy reciamente a la gruesa gallina,
se atravesó en su pico ahogándola aína;
después, a don Carnal quebró la capellina.

Se había pregonado el año jubileo
y de salvar sus almas todos tienen deseo;
cuantos en el mar viven, venían al torneo;
arenques y besugos vinieron de Bermeo.

Fueron muy populares en toda la Edad Media hasta el Barroco, el mismo Quevedo nos habla de la costumbre de consumir en Cuaresma el pescado en salazón.

También Cervantes en “El Quijote”, hace referencia a ellas en la Primera parte, Capitulo XVIII:

“Con todo eso —respondió don Quijote—, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna”.

 

Las sardinas arenques, saladas y sencillas, fueron durante mucho tiempo un alimento básico para quienes trabajaban duro bajo el sol o viajaban por los caminos de España. Agricultores, pastores y arrieros viajeros las llevaban como una comida práctica que quitaba el hambre y era fácil de transportar.

Durante la Guerra Civil, estas sardinas se volvieron un símbolo de supervivencia. En tiempos de escasez y racionamiento, eran más que comida, representaban la esperanza de tener alimento.

En muchos lugares de España y en especial en Aragón, se les conoce con el nombre de “Guardia Civiles”, porque su aspecto nos recuerda el color de los correajes de gala, amarillos, que usa la Benemérita. En relación a este peculiar nombre que damos a las sardinas arenques, se dice que un colmado de Huesca, para hacer propaganda de este producto, puso un cartel que decía: “Guardia civiles a dos reales”, pero parece ser que la Benemérita le obligó a retirar este eslogan, y el tendero lo cambio por otro que decía: “A peseta la pareja”.




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