martes, 15 de abril de 2025

Mercromina. El color rojo de una época

 

En mi niñez, me llamaba poderosamente la atención el color rojo de la mercromina ya que me recordaba a la sangre. Pensando en ello me he puesto a investigar un poco para acallar mi curiosidad.

A principio del siglo XX, en 1902, nació en Barcelona, un niño llamado José Antonio Serrallach Juliá, fue en el seno de una familia acomodada, hijo del reputado urólogo Narcís Serrallach Mauri.

José Antonio Serrallach, fue uno de los químicos más brillantes que ha tenido España en el siglo XX, pero su historia se mueve entre la ciencia, la política, el espionaje y una herencia en disputa.

Su destino parecía trazado por la ciencia y el asombro, con apenas 17 años cruzó el Atlántico rumbo a Nueva York. Era el inicio de una vida marcada por el talento, la inquietud y las sombras.

A lo largo de los años veinte, el joven químico alternó su formación entre Alemania y Estados Unidos, obteniendo dos doctorados en Química y en Física, en universidades tan prestigiosas como Frankfurt y Harvard. Durante su estancia en Berlín, una ciudad marcada por una creciente tensión social y política, donde el Nacional Socialismo comenzaba a consolidar un verdadero laboratorio ideológico, José Antonio Serrallach no permaneció ajeno a los cambios que soplaban con fuerza. En medio de un ambiente impregnado de propaganda de exaltación nacionalista y rigurosa estética marcial, Serrallach se vio profundamente influenciado por el discurso patriótico que emanaba del régimen. La puesta en escena del poder, la disciplinada organización del Estado y la visión de una nación fuerte y unificada lo sedujeron, despertando en él una admiración que dejaría una huella en su pensamiento posterior. Berlín, en aquellos años turbulentos, no solo fue un epicentro político, sino también un escenario en el que muchos, como Serrallach, comenzaron a redefinir sus propias ideas sobre identidad, orden y nación. 

De regreso a Barcelona por un breve período de tiempo, en 1930 volvió a cruzar el Atlántico para trabajar en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). En Estados Unidos publicó sus primeros trabajos científicos y patentó procedimientos relacionados con emulsiones. Allí también conoció un compuesto que le llamaría especialmente la atención: la “merbromina”, antiséptico organomercurial que se inactivaba en presencia de sangre, era de color rojo intenso que en los años 20 el médico Hugh Hampton Young comercializó en EEUU por la firma Hynson, Wescott and Dunning Inc.

La merbromina (nombre que se le dio en Estados Unidos) era un compuesto que más tarde Serrallach introduciría en España con el nombre que quedaría en la memoria de generaciones, la “Mercromina”. 




En 1934, junto a su esposa, la acaudalada colombiana Montserrat Carulla Soler, fundó en Rubí, (Barcelona) el Laboratorio de Investigación Coloidal, LAINCO, SA. aquella empresa, nacida en tiempos inciertos, habría de convertirse en un gigante de la industria farmacéutica, responsable no sólo de la popular Mercromina, sino también del laxante Emuliquen, otro emblema doméstico.

Pero la trayectoria de Serrallach no fue únicamente científica. Con el estallido de la Guerra Civil en 1936, se alistó como voluntario en la Centuria Catalana Virgen de Montserrat, un grupo falangista que operaba en Burgos bajo el mando del oficial alemán Carl Von Hartmann. Pronto ascendió hasta convertirse en secretario personal de Manuel Hedilla, líder de la Falange tras la muerte de José Antonio Primo de Rivera. 


                                        Manuel Hedilla y José Antonio Serrallach


En 1937, la historia dio un vuelco dramático, su nombre volvió a aparecer en los titulares, Serrallach fue arrestado junto a un grupo de falangistas, acusado de conspirar para asesinar al general Franco. Su papel había sido crucial, como químico, había diseñado la bomba que pretendía acabar con la vida del Caudillo. La condena fue clara; pena de muerte.

Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Según diversas fuentes, miembros del gobierno nazi intervinieron directamente ante Franco para salvarle la vida. Alemania, que contaba con Serrallach como colaborador de sus servicios de inteligencia, presionó al régimen español, e incluso se llegó a hablar de una amenaza de retirada de la Legión Cóndor si se ejecutaba al químico. La pena fue conmutada por 15 años de prisión, de los que solo cumplió tres antes de recibir el indulto. Su paso por la cárcel le dejó secuelas físicas, incluida una sordera permanente que parece le agrió el carácter.

Tras la guerra, Serrallach volvió a centrarse en LAINCO. Bajo su dirección, la compañía se convirtió en un referente de la industria farmacéutica nacional, durante los años 50, 60 y 70. La Mercromina se consolidó como uno de los productos más comunes en los hogares españoles: un antiséptico de baja potencia que, pese a contener mercurio, era seguro y eficaz para el tratamiento de heridas superficiales.

La mercromina, incluso se utilizaba para aliviar las rozaduras en el culito de los bebés, o para la curación del cordón umbilical. Su fórmula, una sal sódica de dibromohidroximercurifluoresceína, inhibía el crecimiento bacteriano sin interferir en el proceso de cicatrización, ya que hacía una película que permitía que las defensas del cuerpo hicieran su trabajo. Era un antiséptico bajo en potencias, que contenía un 2% de merbromina es decir no producía la muerte de las bacterias, sino que inhibía el crecimiento de microorganismos.

Su uso se convirtió en un ritual casero. En nuestra casa llego a convertirse en uno de los elementos imprescindibles, el botiquín sin Mercromina estaba incompleto, junto con el alcohol, el agua oxigenada y el esparadrapo eran las medicinas indispensables para los que jugábamos en la calle, no era raro que saliéramos a jugar y nos cayésemos al suelo, lo que significaba hacernos heridas en las piernas, sobre todo en las rodillas ya que siempre íbamos con pantalones cortos. Pero no le hacíamos caso a la herida hasta llegar a casa. La búsqueda del botiquín solía ser la última actividad antes de cenar.


Mi madre me mandaba lavarme con agua y jabón y si había herida, el alcohol provocaba un escozor casi insoportable. "No protestes que no es para tanto" decía ella "No te hubieras caído" ella soplaba sobre la herida y cuando el alcohol se secaba aplicaba la fantástica Mercromina, entonces el aspecto aún era más escandaloso, aquella mancha roja en la piel era como una medalla de guerra en la batalla cotidiana de los juegos, duraba unos cuantos días lo que servía de comentario a los compañeros del colegio. En cualquier caso, lo que nos daba cierto pavor era la amenaza de que nos tuviesen que poner la inyección del tétano, si se arreglaba el tema con mercromina encantados de la vida.

Aunque hoy se usan otros antisépticos más modernos, la Mercromina sigue viva en la memoria colectiva. Fue el color de las heridas de una generación, la rúbrica de la infancia y, para muchos, el perfume de la nostalgia.

Serrallach murió en 1990. Dejó tras de sí una fortuna, una empresa valorada en más de 200 millones de euros, y una herencia envuelta en disputa: su secretaria personal, Pilar Serrano Freixes y otra directiva, Josefina Ferrer, adquirieron el control de LAINCO, alegando que era sus herederas legítimas ya que Serrallach firmó poco antes de morir un documento que les acreditaba como legitimas sucesoras, mientras los hijos del químico quedaban al margen.

Pero más allá de las batallas empresariales, queda su legado. Químico brillante, espía, patriota, industrial, Serrallach fue un hombre contradictorio, atrapado entre la ciencia y la política, entre la creación y la destrucción. Pero su huella más imborrable sigue siendo la Mercromina, un pequeño frasco rojo que, más allá de su valor médico, guarda la memoria de una época, Su Mercromina, se utilizó en todas las casas y sirvió para evitar muchas infecciones y con su inconfundible color rojo, escribió en la piel de un país una historia que, aún hoy, no ha terminado de cicatrizar.

lunes, 17 de marzo de 2025

Sardinas

 

Los fines de semana y vacaciones solíamos ir con un seiscientos que mi padre compró de segunda mano, con él viajábamos toda la familia, era más que un coche; parecía una cápsula del tiempo con risas y ganas de aventuras. Íbamos apretados como “sardinas en lata”, con el equipaje encajado entre las piernas y en el techo la baca desbordada por maletas y cachivaches. Mi padre conducía con paciencia, sobre todo cuando se le preguntaba, ¿falta mucho para llegar?, el siempre respondía, ya falta menos, mi madre preparaba comida para el viaje y nosotros, los tres hermanos, inventábamos juegos para hacer más llevadero el calor y el traqueteo de la carretera. Cada curva, que no eran pocas, traía consigo la emoción del destino, un rincón cercano a Vendrell, donde pasábamos alguna noche y donde también nos asemejábamos al contenido de una lata de sardinas, siempre muy juntitos durante el viaje y en la estancia, teníamos un terrenito donde mi padre, con nuestra ayuda, construia un garaje con la perspectiva que algún día fuera un chalé.

Hablando de “sardinas en lata” …, en el tumultuoso escenario de la Europa napoleónica, mientras las tropas marchaban y los cañones resonaban, enemigos microscópicos como bacterias, microorganismos y moho corrompía los alimentos y provocaba más muertes que las balas y hacían mella en los ejércitos.  Nicolás Appert, un cocinero y pastelero dotado de una mente inquieta, se adentró en un campo que no entendía del todo, pero cuyo dominio prometía cambiar la historia.

Todo comenzó con una necesidad urgente. Napoleón, obsesionado con la salud y la eficacia de sus soldados, ofreció una recompensa a quien pudiera encontrar una solución al problema de la conservación de alimentos. Appert, motivado por la posibilidad de aportar algo trascendental, comenzó a experimentar. ¿Cómo prolongar la vida de los alimentos sin perder sus propiedades?

Tras años de pruebas, errores y perseverancia, Appert logró su hazaña. Cocinaba los alimentos, los envasaba en frascos de vidrio y los sellaba con corcho reforzado con alambre. Luego, sumergiría los recipientes en agua hirviendo. El resultado era extraordinario, los alimentos permanecían comestibles durante meses, frescos y nutritivos. Aunque desconocía los principios científicos detrás de su método, Appert había dado un paso crucial hacia la esterilización. 

Años antes, el holandés, Guillermo Böckel, tuvo una idea, viendo la abundancia de pesca que había en el puerto de Biervliet, en Flandes, montones de pescado fresco se amontonaban en los muelles y buscó una nueva forma de conservación, salado y ahumado, su método transformó no solo el puerto, sino también las mesas de toda Europa. En cada mercado, las sardinas saladas y ahumadas eran un tesoro, un puente entre el presente y el pasado, a la vez su consumo se extendió por toda Europa.

Las primeras conservas viajaron con la marina francesa, alimentando a los soldados que luchaban en el Mediterráneo. Para un ejército acostumbrado a alimentos salados o ahumados, las frutas, verduras, carnes y pescados conservados eran casi un milagro. Napoleón, siempre pragmático, premió un Appert con 17.000 francos, una fortuna que el cocinero invirtió en una fábrica de conservas.

Sin embargo, la historia no fue justa con Appert. La guerra se llevó su fábrica y su sustento. Murió solo y arruinado, sin saber que su legado persistiría. Décadas después, Louis Pasteur explicaría científicamente el proceso, que ahora lleva el nombre de “appertización”, demostrando cómo el calor eliminaba los microorganismos responsables de la elaboración.

El trabajo de Appert no pasó desapercibido para otros inventores. Philippe de Girard adaptó su método, sustituyendo los frascos de vidrio por envases de hierro, más resistentes y prácticos. Este diseño fue perfeccionado y patentado por el inglés Peter Durand, dando lugar a las latas cilíndricas que conocemos hoy. Pero aún faltaba algo crucial, una forma eficaz de abrirlas. Durante muchos años, las latas se abrieron a martillazos, hasta que William Lyman, un inventor estadounidense, diseñó el abrelatas en 1870, completando así la revolución de la conservación alimentaria. 

De esta cadena de esfuerzos, nació un cambio global en la alimentación. Las conservas no solo alimentaron ejércitos. Llegaron a hogares, exploraciones y emergencias. Lo que comenzó como la visión de un cocinero francés trascendió fronteras y épocas, demostrando que, a veces, una idea simple puede transformar el curso de la humanidad.

De niño me llamaba la atención que las sardinas frescas tuviesen espinas y las de lata, aunque también tenían, se podían comer, las de lata estaban hervidas y la espina estaba blanda, el problema residía en abrir las latas tanto de sardinas como los botes de melocotón en almíbar, en casa se consumían con asiduidad éste tipo de productos y cuando se extraviaba el abridor, mi padre con la destreza de un herrero cogía un martillo y un destornillador y lo habría a martillazos, yo con mis pequeñas manos temblorosas sujetaba el bote, apartando la vista y rezando para qué acertase el golpe.
Nunca pasó nada y sigo con las mismas manos de nacimiento.

Recuerdo las latas de foie gras, atún o sardinas, siempre provistas de una pestaña minúscula que prometía un acceso fácil, con una llave desechable en la que se enrollaba el metal, aunque muchas veces traicionaba nuestras expectativas. Girábamos la llave desechable con esperanza, viendo cómo la lata se iba abriendo en una espiral metálica, pero, de pronto, el mecanismo fallaba, la pestaña se rompía, dejándonos a las puertas del festín y volvíamos al martillazo o con un machete de excursionista nos jugábamos la piel para comer el producto enlatado.


Cada año se capturan millones de sardinas, antaño los pescadores seguían a las gaviotas al atardecer y así sabían dónde estaban los bancos de los peces cerca de la superficie ya que la sardina se alimenta de plancton. Luego unas se vendían frescas, otras en salazón y otras iban a las conserveras, donde se enlataban después de haber sido descabezadas, desescamadas, hervidas y aceitadas en la misma lata, haciendo el vacío al cerrarla con la tapa de metal y eliminar así los microorganismos.

Las que estaban en salazón llegaban a las tiendas, generalmente ultramarinos, en unas cajas de madera redonda, llamadas banastas o barricas de madera, que consumíamos las clases menos pudientes. La forma de venderlas eran diversas, por unidades, docenas o medias docenas, envueltas en papel de estraza que además tenía la función de ser útil para desescamarlas.

La forma de comerlas también tenía su gracia, me viene a la memoria cuando en casa mi padre las presionaba envueltas en el papel de estraza, entre el marco de la puerta de la cocina apretando con la misma puerta hasta que se soltaba la plateada piel, luego nos las comíamos con pan y abundante aceite. ¡¡¡Deliciosas!!!

Las sardinas, durante siglos se consumieron secas al sol o cocinadas frescas.

 

Después del bacalao, los arenques y sardinas han sido los pescados más consumidos en España. Las primeras referencias que se tienen del consumo de las sardinas son del siglo XIV, concretamente de 1397, como podemos comprobarlo en el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita en dos estrofas de la pelea que tuvo Don Carnal con Doña Cuaresma donde puede leerse:

Vino luego en su ayuda la salada sardina
que hirió muy reciamente a la gruesa gallina,
se atravesó en su pico ahogándola aína;
después, a don Carnal quebró la capellina.

Se había pregonado el año jubileo
y de salvar sus almas todos tienen deseo;
cuantos en el mar viven, venían al torneo;
arenques y besugos vinieron de Bermeo.

Fueron muy populares en toda la Edad Media hasta el Barroco, el mismo Quevedo nos habla de la costumbre de consumir en Cuaresma el pescado en salazón.

También Cervantes en “El Quijote”, hace referencia a ellas en la Primera parte, Capitulo XVIII:

“Con todo eso —respondió don Quijote—, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna”.

 

Las sardinas arenques, saladas y sencillas, fueron durante mucho tiempo un alimento básico para quienes trabajaban duro bajo el sol o viajaban por los caminos de España. Agricultores, pastores y arrieros viajeros las llevaban como una comida práctica que quitaba el hambre y era fácil de transportar.

Durante la Guerra Civil, estas sardinas se volvieron un símbolo de supervivencia. En tiempos de escasez y racionamiento, eran más que comida, representaban la esperanza de tener alimento.

En muchos lugares de España y en especial en Aragón, se les conoce con el nombre de “Guardia Civiles”, porque su aspecto nos recuerda el color de los correajes de gala, amarillos, que usa la Benemérita. En relación a este peculiar nombre que damos a las sardinas arenques, se dice que un colmado de Huesca, para hacer propaganda de este producto, puso un cartel que decía: “Guardia civiles a dos reales”, pero parece ser que la Benemérita le obligó a retirar este eslogan, y el tendero lo cambio por otro que decía: “A peseta la pareja”.




viernes, 6 de diciembre de 2024

Cien años de Radio.

 

Con motivo de la reciente celebración del centenario de las primeras emisiones de la radio en España, me ha venido a la mente como lo viví en mis años de niñez.

El eco del pasado resuena en estos días que celebramos el centenario de la primera emisión de radio en España. Era el 14 de noviembre de 1924 cuando, a las 6:30 de la mañana, las ondas de Radio Barcelona, EAJ-1, daban voz a la primera locutora María Sabater.

EAJ-1, un código que parecía casi místico, seguía las reglas de los radioaficionados: la "EA" para España, "J" para las estaciones de telegrafía y el número 1, el sello de ser la primera en su tipo. Aunque, en realidad, no fue la única: antes, Radio Ibérica ya emitía en pruebas desde hacía un año, pero sin ningún tipo de licencia ya que no era necesario, a Radio España de Madrid le fue otorgada la nomenclatura EAJ-2, aunque llevaba siete días emitiendo. A Radio Madrid (EDS-7) a Radio Bilbao (EN-9), Radio Sevilla (EAJ-5) y muchas otras comenzaron a emitir en esa época. Se creó en 1940 la cadena S.E.R. (Sociedad Española de Radiodifusión).

El 26 de Julio de 1934 se aprobaba la ley de radiodifusión que calificaba al servicio de radio difusión nacional como un servicio público, con función social y privativa del Estado.

El poder de la radio no tardó en trascender de lo cotidiano. Pero más allá de los discursos, las músicas, las novelas radiadas, las retransmisiones deportivas, los anuncios y las noticias, en la intimidad de cada hogar, estaba la magia de la radio. A mí me llamaba poderosamente la atención cuando íbamos a casa de unos familiares, una radio con un ojo verde que nos miraba cuando se encendía el receptor, era como si nos observara y nos hipnotizara para conseguir de nosotros, los oyentes, unos propósitos que, para los niños como yo, hacía que nos escondiéramos con cierto resquemor por el aparato encendido, nos miraba como un oculto ciclope. El misterioso ojo verde era una válvula desarrollada por RCA (Radio Corporation of América) que incluía una pequeña pantalla de rayos catódicos, denominada EM11, que servía para ayudar a sintonizar y optimizar las sintonías de cada emisora. 





En estos tiempos se emite un programa concurso, llamado “Gan Hermano”, que también tiene un gran ojo como símbolo, que observa a los concursantes. Yo pensaba que ese ojo también nos vigilaba, como en el libro titulado “1984” de George Orwell que presenta un mundo controlado por el líder del “Partido Único”, que utiliza la tecnología avanzada para vigilar y dar órdenes a la población, manipulando sus emociones hacia enemigos externos y así mantener el control sobre ellos.

La noche del 30 de octubre de 1938, se emitió en adaptación radiofónica, "La guerra de los mundos" de Herber George Wells, dirigida por Orson Welles.                                                 

En la novela se observa cómo la sociedad colapsa ante la amenaza alienígena de marcianos. Con un desenlace inesperado que subraya la fragilidad de los invasores frente a la naturaleza terrestre, la novela ofrece una reflexión sobre la vulnerabilidad de los humanos.

Aunque se mencionó que era una dramatización, muchos oyentes que sintonizaron tarde, creyeron que los ataques eran reales, lo que desató pánico en la población. Personas evacuaron sus hogares, colapsaron líneas telefónicas y algunas incluso tomaron medidas extremas para proteger sus hogares.

Aunque investigaciones posteriores revelaron que la reacción no fue tan masiva como se dijo, la transmisión destacó el poder de los medios para influir en la percepción pública. Este evento convirtió a Welles en una figura célebre y marcó un hito en la historia.

Esta emisión suele citarse como uno de los engaños radiofónicos más famosos de la historia.

En casa, cada tarde, se escuchaba lo que en la mayoría de hogares, el consultorio radiofónico de Doña Elena Francis, un programa donde se leían cartas enviadas por oyentes, en general mujeres, y Elena Francis daba respuesta a las dudas que se planteaban, unas siete diarias aproximadamente.

El consultorio radiofónico comenzó a emitirse en 1947 desde Radio Barcelona, la idea fue de una empresa de cosméticos que pensó que ese formato sería la mejor plataforma para vender sus productos.

El eslogan de la firma era “La naturaleza crea, Francis embellece”. La copropietaria, junto con su esposo José Fradera, en 1940 decidieron el nombre de la empresa, ella se llamaba Francisca Elena Bes, al marido se le ocurrió poner el nombre de su esposa, pero al revés. Ella se encargó personalmente de la gestión y supervisión del consultorio. El espacio seguía la línea de otros programas de temática femenina y belleza de esos años, como el del consultorio de Mercedes Fortuny que había estado en antena durante años en Radio España con las cartas también como elemento principal.

El espacio radiofónico se regía por las normas domésticas y sociales de la dictadura de Franco donde las mujeres debían aspirar únicamente a ser buenas católicas, madres y esposas. Nunca se reconoció su importancia, pero la base narrativa del consultorio fue obra de una mujer en la sombra: Ángela Castells, una de sus primeras guionistas. Ella no era la voz, ni la figura reconocida en los créditos, pero sus palabras eran el engranaje oculto que movía el programa.

Era miembro de la Sección Femenina de la Falange, muy religiosa y preocupada por la moral femenina. Las oyentes enviaban sus vidas en sobres sellados, confiando en una voz que, sin saberlo, era de otra mujer como ellas. Esa no era la realidad.

Al principio, los programas se centraban en consejos de belleza, pero enseguida las propias oyentes abrieron sus dudas a cuestiones cada vez más íntimas. El régimen lo aprovechó para potenciar sus mensajes.

El consultorio de Doña Elena Francis, se transformó en un fenómeno social que marcó a generaciones. Las cartas llegaban a la dirección de la calle Pelayo, 56, de Barcelona, con preguntas que iban mucho más allá de la belleza. Problemas matrimoniales, domésticos, angustias personales y dudas íntimas se filtraban en cada sobre. Aunque solo se radiaban las consultas “adecuadas”, todas recibían respuesta escrita, en un intento de controlar el pulso social mientras se alimentaba la ilusión de ser escuchadas. En cada línea, el programa reforzaba un modelo, convirtiéndose en reflejo y herramienta del régimen.

Aquel programa se convirtió en el clavo ardiendo donde miles de mujeres buscaban salida a su angustiosa situación, las respuestas eran confeccionadas por el equipo de guionistas hasta el año 1966, luego se hizo cargo el periodista y experto taurino Juan Soto Viñolo quien comento al finalizar las emisiones, que algunas cartas eran inventadas para aumentar la audiencia.

El mensaje que se transmitía a la mujer era un mensaje de resignación, ya que se consideraba que ese era el papel que le correspondía. “Las mujeres, aunque tengamos razón, siempre nos toca perder”.

Los y las guionistas, eran personas seleccionadas, que no podían relacionarse entre sí, firmaban un pacto de silencio, debían redactar correctamente con su máquina de escribir, sobre todo con una máxima discreción, contestar de forma adecuada teniendo en cuenta como poner en antena la respuesta; que fuera conveniente y que pudiera pasar los filtros de censura, el eclesial y el político.

El aire de clandestinidad estaba presente en las cartas, algunas mujeres no firmaban con su nombre sino con expresiones tipo “una enamorada muy triste”, “desgraciada sin remedio”, “flor de un día”, deformaban la letra o ponían otra dirección para que no se las reconociese.

La melodía “Indian Summer”, del compositor Victor Herbert, cada tarde convocaba a miles de oyentes deseosas de escuchar los problemas de otras mujeres con las que podían identificarse. Llegaron al consultorio más de un millón de cartas que se clasificaban con letras. Para ser radiada una “R”, si era sentimental una “S”, si era de belleza una “B”, temas de cocina, una “C”, algunas llevaban un asterisco, eso quería decir, que la carta tenía algún tipo de compromiso y la carta adquiría una lectura a destacar o una historia escabrosa.

La radio en mi niñez, era el medio de comunicación más importante de la época entre todas las clases sociales y una ventana donde podían ver un mundo mejor los oyentes, algunos dicen hoy escuchantes, los otros lugares de contacto con el exterior eran, los patios con las vecinas, los talleres de modistas o el mercado. Elena Francis fue la “influencer” de aquel tiempo. 

Durante décadas, Elena Francis fue más que un nombre: un refugio, una autoridad, una voz cercana que dictaba respuestas en un país moldeado por la tradición. Sin embargo, en los años 80, el eco de sus consejos se fue apagando. En una España que ya hablaba de divorcio, de la píldora anticonceptiva y democracia, sus soluciones ancladas en la moral franquista dejaron de resonar. El programa cerró en 1984, y con él, el mito. Joan Manuel Serrat le dedicó una excelente melodia.

Años después, en 2005, el descubrimiento de más de un millón de cartas en una masía de Cornellá desarrolló su misterio al presente. La familia propietaria de la masía, José Fradera y Francisca Elena Bes Calvet, vendieron la finca con la instrucción que las cartas debían ser destruidas, pero el nuevo propietario no lo hizo. Todas las cartas iban dirigidas a la misma persona, Doña Elena Francis, muchas de ellas deterioradas por la humedad y el paso del tiempo. 100.000 cartas sobrevivieron, resguardadas hoy por el Archivo Comarcal del Baix Llobregat. Cada carta era un testimonio de una época, voces atrapadas entre la fe de una guía inexistente y la censura de un sistema que moldeaba sus silencios. Elena Francis, ese eco fabricado, había sido un faro falso que iluminó, para bien o para mal.

Hoy, cien años después, mientras la tecnología avanza y el mundo cambia, cierro los ojos y escucho el susurro de aquel pasado en las ondas, como si la radio aún pudiera conectarnos con un tiempo donde la narración de los acontecimientos, convertía la imaginación en realidad.


lunes, 11 de noviembre de 2024

Pequeños sorbos de café.

 

Aún recuerdo el aroma del café tostado, ya que de lado de casa de mis abuelos se encontraba una tienda y tostadero de la marca Bracafé, donde se vendían y tostaban muchas clases de café, el de Colombia, el de Etiopia, Uganda, el de Brasil, etc. En cada elaboración el aroma era diferente, pero siempre agradable a mis “papilas olfativas”.

Entre las variedades estaba el natural y el torrefacto, un tipo de tostado que alargaba la conservación del café durante 6 meses, éste se tostaba con azúcar, lo que le proporcionaba un sabor más amargo, ya que el azúcar se quemaba y formaba una capa brillante en los granos caramelizados.

En la actualidad, disfrutar de un café personalizado es tan sencillo como insertar una cápsula en una cafetera doméstica que, con tan solo presionar un botón, prepara nuestra bebida preferida con la cantidad exacta de agua y en el estilo que más nos apetezca: desde un expreso intenso y corto, hasta un suave latte, un cremoso flat white, o un largo americano. Existen opciones para todos los gustos: macchiato, bombón, negro largo, café con leche y muchas más, que satisfacen la diversidad de preferencias. Sin embargo, este nivel de conveniencia y variedad no siempre ha estado al alcance de todos, pues en el pasado preparar un café podía ser un proceso mucho más laborioso y menos preciso, dependiente de técnicas.

El caté es originario de Etiopia, donde en el siglo XI se encontraron los primeros cafetos, el árbol del café, y se descubrieron las propiedades de las semillas encerradas en su fruto.
La historia del café empieza en el cuerno de África. Se sabe del origen geográfico, la provincia de Kaffa, pero no el momento exacto ya que no existen documentos sobre cuando el hombre empezó a consumir granos de café.
Kaldi, un humilde pastor africano, tiene el honor de figurar como el descubridor del fruto del café. Algunas versiones de la historia mencionan que era un pastor yemení, otra etíope, pero todas coinciden que tenía un rebaño de cabras. 
El pastor observó que el rebaño se comportaba de forma extraña, saltando y brincando, y tenían más energía después de ingerir unas curiosas bayas rojas de un arbusto que no
se conocía.
Cuentan que el mismo Kali decidió probar las bayas él mismo y descubrió en propia piel
Los efectos energizantes del café, que le mantuvieron despierto toda la noche.
Entonces decidió llevar algunos de estos frutos a unos monjes de un monasterio próximo.
Por azar, algunos de estos frutos que tenían los monjes fueron a parar al fuego. Así fue como descubrieron el embriagador aroma del café tostado con el que empezaron a elaborar una infusión que les ayudaba a mantenerse despiertos durante la oración de la noche. Fue en el siglo XVII, cuando Antoine Faustus Nairon, profesor de lenguas orientales (caldeo y sirio) en el Colegio de Roma, recogió en un ensayo literario y fue entonces cuando se difundió esta historia.

La primera descripción del cafeto y los frutos del caté es del siglo X, por parte de Al Razi, un médico árabe. Alrededor del año 1000. Otro médico árabe, Avicena, (Abu Ali Ibn Sina) lo describe también en el libro El canon de la medicina: "El café fortifica los miembros. limpia el cutis, seca los humores malignos y da un olor excelente a todo el cuerpo ". Avicena lo usaba con fines medicinales.
Muchas de las historias sobre el café están ligadas a la religión. Una de ellas es del Arcángel San Gabriel, en un relato del siglo XVI explica que el rey Salomón, a instancias del arcángel, tostó granos de café para curar una extraña epidemia. El Arcángel también protagoniza otra de las leyendas, que asegura que él mismo ofreció a Mahoma una taza de café para darle fuerza y mantenerlo despierto, recuperando así la energía y salud que le faltaba.

La llegada del cafeto al Nuevo Mundo está llena de leyendas. La más extendida cuenta que Gabriel Mathieu de Clieu, oficial de la Marina Francesa destinado a Martinica, viajó en 1723 desde Paris con un cafeto para plantarlo en las tierras de ultramar.
A España el café llegó a Canarias en 1778 por orden de Carlos III. El monarca encomendó a Alfonso Nava Gritón, miembro de una de las familias de mayor abolengo y riqueza de Canarias, localizar suelos donde plantar semillas y plantas de América y Asia. Las primeras semillas de café se plantaron en Tenerife, en la Orotava. De ahí pasaron a Gan Canaria y a la Palma. Fueron comerciantes italianos y las Borbones los que trajeron a nuestro país a mediados del siglo XVIII. En esa época también aparecen los primeros cafés en Madrid, que no eran más que casas de comidas donde también servían esta infusión.

Para hacer la infusión de café, al principio se utilizaba un mortero y se machacaban los granos tostados del caté, luego se depositaba en un colador de tela y se vertía agua muy caliente con lo que se conseguía un líquido muy oscuro que se servía en tazas pequeñas y solía acompañarse de unas pastas. También estaba la forma de hacerlo como café de puchero, se ponía a calentar el agua hasta que hervía, se apagaba el fuego y se retiraba el puchero luego se añadía el café, (una cucharada por persona) y se removía hasta que salía espuma, se dejaba reposar entre 3 y 5 minutos y listo. Después con un colador de tela, cónico invertido, o una tela de lienzo se colaba y a disfrutar de una taza de café. Lo ideal era moler el café justo antes de hacerlo, por eso se vendía en grano y era impensable adquirirlo molido.
Cuando apareció el molinillo de café, se acabó el tedioso trabajo de machacarlo y se pasó darte vueltas a la manivela que trituraba los granos, lo depositaba en un cajón de la parte inferior para luego hacer la infusión.

En casa, el ritual del café era casi sagrado. Cuando había visitas, yo era el encargado de darle vueltas al molinillo, escuchando cómo los granos crujían, liberando su aroma. Para mí, unas vueltas del molinillo eran un esfuerzo considerable, pero así podía colaborar y hacer los honores a los invitados, tenía que conseguir llenar el pequeño cajetín en el que los granos se habían convertido en una especie de serrín marrón, sin esa cantidad parecía que no era suficiente para hacer un buen café. Mis padres lo cocinaban con cuidado, pues el fuego requería respeto. Aquella danza cotidiana cambió el día que apareció el molinillo eléctrico y, poco después, la cafetera italiana. El ruido mecánico sustituyó el crujido, y el café, antes hecho a fuego lento, se transformó en una rutina rápida. Aunque práctico, algo del encanto se perdió, como si la modernidad hubiera apagado el calor que antes impregnaba cada taza.

 

El molinillo eléctrico permitía triturar el grano a diferente tamaño, si se molía mucho el grano era más fino y se colaba a través del filtro, podía encontrarse en boca, lo cual era desagradable.
La cafetera italiana o Moka, esa sí que tuvo recorrido, aún hoy día se utiliza de una forma cotidiana.
En el año 1919, Alfonso Bialetti, con el objetivo de fabricar productos de aluminio, puso en marcha un pequeño taller en Crusinallo, Italia.
El invento fue patentado en 1933, la compañía Bialetti continúa produciendo el mismo modelo (denominado "Moka Expess) y se ha convertido en uno de los elementos básicos de la cultura italiana que se puede encontrar en cualquier hogar. 



Dicen que el café revela el alma de quien lo toma. Cada pedido es un retrato íntimo: solo, intenso y puro, para quienes buscan claridad; otros lo prefieren descafeinado, puede ser cortado, con un toque de realidad, pero sin renunciar al placer. Algunos lo prefieren con leche, buscando suavizar los bordes del día, mientras que otros lo endulzan con azúcar o con leche condensada, denominado “Bombón”, también puede ser con azúcar moreno o sacarina, queriendo domar la amargura. Hay quienes lo piden con una nube, casi imperceptible, con leche de avena o desnatada, conscientes de cada decisión. Y luego están los que añaden unas gotas de ron de coñac, o de anís, convirtiendo en carajillo una bebida mágica.

En la cafetería el colmo es pedir un “desgraciado” que sería cortado con café descafeinado con leche desnatada y sacarina.

En España predomina el café de variedad “Robusta”; que tiene una concentración de cafeína y su sabor es más ácido y amargo. 

El comercio de café, es uno de los principales valores en bolsa, se realiza mediante contratos de compra y venta de granos, utilizados para mitigar la volatilidad del mercado. Los compradores, como tostadores y distribuidores, establecen contratos de adquisición de café a precios y fechas predeterminadas, mientras que los vendedores, algunos productores y exportadores, fijan sus ventas de la misma manera. Estos contratos permiten manejar el riesgo y protegerse contra fluctuaciones de precios. Especuladores, inversores y comerciantes, compran y venden contratos sin intención de entrega física, buscando beneficios de los movimientos del precio.

Para invertir en el mercado del café, se puede optar por acciones de empresas cafeteras o fondos especializados. También existen contratos de futuros y opciones, que permiten fijar precios futuros y gestionar riesgos. Los CFD, instrumento cuyo precio se basa en las cotizaciones de un contrato de café que aparece en el mercado organizado, ofrecen la posibilidad de especular sobre el precio del café.

Los granos arábica y robusta se negocian en mercados como el Intercontinental Exchange (ICE) y la Bolsa Mercantil de Nueva York (NYMEX), que proporcionan un espacio regulado para gestionar riesgos. El mayor comerciante global de café es Neumann Kaffee Gruppe (NKG), una empresa alemana con amplia red de distribución en las principales zonas productoras del mundo.

Según algunos entendidos el café es el acróstico de como se ha de tomar, Caliente, Amargo, Fuerte y Escaso, algunos cambian escaso por Espeso o Expreso.

Un dicho tradicional turco afirma que el café perfecto ha de ser "negro como la noche, ardiente como el inferno, fuerte como el pecado y dulce como el amor".

miércoles, 16 de octubre de 2024

Juegos infantiles

 

En mi infancia, cuando apenas tenía tres o cuatro años, me fascinaba observar a otros niños jugar, especialmente a las niñas saltando la cuerda o las gomas. Me parecía que poseían una sincronización casi mágica, muy superior a la mía. En sus movimientos coordinados, yo veía una armonía que me resultaba inalcanzable.

Saltar a las gomas era, y creo que aún hoy sigue siendo, un juego muy popular entre las ellas.

A menudo me pregunto qué es lo que hace que este juego haya perdurado a lo largo del tiempo. Quizás sea esa mezcla de coordinación y música, de movimientos precisos acompañados por las letras repetitivas de las canciones. Las niñas saltaban a la goma mientras cantaban sin esfuerzo aparente, con una naturalidad que me sorprendía profundamente. Siempre he creído que nosotros, los hombres, no tenemos esa capacidad innata para hacer dos cosas a la vez, como si hubiera una desconexión entre el cuerpo y la mente. Nos cuesta, por ejemplo, andar y mascar chicle al mismo tiempo, sin tropezar o mordernos la lengua, mientras que ellas realizaban saltos y cantos con una sincronía que parecía mágica.




El juego en sí era sencillo: dos niñas sostenían una cinta elástica, estirada entre sus tobillos, rodillas o caderas dependiendo del nivel de dificultad, y una tercera niña saltaba, ejecutando una coreografía que combinaba movimientos específicos y rítmicos. Si solo había dos participantes, una de ellas podía ser sustituida por una silla, y si solo había una niña saltando, pues con dos sillas se resolvía el problema. Era un juego que, a pesar de su aparente simplicidad, requería una habilidad que yo, como niño, admiraba desde la distancia.

Mientras las niñas se concentraban en sus juegos, los niños nos dedicábamos a actividades diferentes. Solíamos darle patadas a un balón y, que poniendo las carteras del cole y unos abrigos se convertían en porterías de un imaginario campo de futbol, también jugábamos al escondite, a las canicas, a las chapas o a juegos más físicos, como el popular "churro, media manga, mangotero" estos y otros como a “policías y ladrones” eran los pasatiempos infantiles de la época. Aunque nuestras actividades eran más competitivas y centradas en la fuerza o la destreza, carecían de la gracia y la poesía que caracterizaban los juegos de las niñas. Ellas, además de saltar a las gomas, también jugaban a la rayuela, a la cuerda y a la gallinita ciega, todos ellos acompañados de canciones.

Eran esas canciones las que daban un toque especial a sus juegos. "Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero..." o "Don Melitón tenía tres gatos, que los hacía bailar en un plato...". Aquellas canciones, aparentemente sencillas, formaban parte de una especie de banda sonora colectiva de nuestra infancia, creando una atmósfera que recordaba a una película en blanco y negro, de esas que evocan la inocencia y la alegría de principios de los años sesenta. 

El juego de la cuerda o la comba, que también solían practicar las niñas, tiene un origen muy antiguo. Se cree que los egipcios ya lo jugaban alrededor del 1600 a.C., utilizando cuerdas de vid trenzada. Diversas culturas, a lo largo de la historia, han adoptado formas similares de este juego. 

En el arte chino, por ejemplo, se pueden encontrar representaciones de niños saltando con cuerdas hechas de bambú o fibras vegetales. En Europa, durante la Edad Media, se practicaban juegos de salto en festividades y ferias, aunque no fue hasta los siglos XVII y XVIII cuando el juego de saltar la cuerda se popularizó como una actividad infantil en los Países Bajos e Inglaterra.

Fueron precisamente los colonos neerlandeses quienes llevaron este juego a América del Norte, donde se expandió rápidamente entre los niños y niñas en las calles de pueblos y ciudades. Lo interesante es cómo ha evolucionado el juego de la cuerda. Si bien comenzó como una simple actividad lúdica, hoy en día también es considerado un ejercicio físico y una disciplina deportiva. En competiciones, se evalúan no solo la velocidad y resistencia de los saltadores, sino también sus destrezas acrobáticas, con variaciones en las reglas y estilos dependiendo de la cultura y la región. No obstante, lo esencial del juego sigue siendo el mismo en todo el mundo: la cuerda como herramienta de movimiento, ritmo y coordinación.

En realidad, no se necesita mucho para saltar la cuerda: basta con una cuerda y una persona dispuesta a saltar. Pueden jugar solos o en grupo, lo cual es una de las razones de su popularidad. Pero el salto de cuerda no es solo un juego para niños; en el mundo del deporte, es una herramienta de entrenamiento fundamental, especialmente en disciplinas como el boxeo. Para un boxeador, saltar la cuerda no es solo un ejercicio, sino una técnica para mejorar la coordinación, la resistencia cardiovascular, el equilibrio y la agilidad. Es clave para desarrollar reflejos rápidos, fortalecer las piernas y mantener un ritmo constante de movimiento, todos ellos aspectos cruciales para un buen desempeño en el ring. 



De niño, sin embargo, el uso de la cuerda en mi vida era mucho menos técnico, aunque tuvo un papel memorable en una anécdota de mi infancia. Vivíamos en la calle Montseny, en l'Hospitalet, en un edificio donde, a mis cuatro o cinco años, teníamos como vecinas a dos mujeres que se pasaban el día discutiendo. Vivían en el cuarto piso, una frente a la otra, y cualquier excusa era suficiente para que comenzaran a gritarse. No importaba si el motivo era trivial o importante, siempre parecía haber una nueva disputa a la vuelta de la esquina. A nosotros, como familia, nos molestaba mucho, especialmente porque mi hermana, que apenas tenía un añito, se despertaba con los constantes gritos.

Las discusiones entre estas dos mujeres no solo perturbaban nuestra tranquilidad, sino la de todo el vecindario. A veces, sus peleas se volvían tan intensas que uno se preguntaba si en algún momento pasarían de los gritos a las manos, como en un combate de boxeo, aunque por suerte eso nunca ocurrió. Sin embargo, la tensión se podía sentir en el ambiente, y todos los vecinos estábamos hartos de escuchar a esas dos mujeres pelearse día tras día.

Un día, mi padre, un hombre que siempre encontraba soluciones creativas a los problemas, decidió poner fin a aquella situación de una manera inesperada. Aprovechando una de las cuerdas de saltar que teníamos en casa, esperó el momento oportuno, cuando ambas vecinas estaban en sus respectivas viviendas, y sin hacer ruido ató un extremo de la cuerda al pomo de la puerta del cuarto primera y el otro extremo al pomo de la puerta del cuarto segunda. Así, sin que se dieran cuenta, ambas quedaron atrapadas en sus hogares, sin poder salir.

La escena que siguió fue casi cómica. Ninguna de las dos podía abrir la puerta, y hasta que uno de los maridos no llegó por la noche y desató la cuerda, ambas estuvieron recluidas en sus casas. No supimos nunca si alguna de ellas descubrió quién había sido el autor de aquella travesura, pero lo que sí quedó claro fue que, tras aquel incidente, las dos dejaron de hablarse, y, por lo tanto, de discutir. Lo curioso es que aquella cuerda, destinada a ser un instrumento de juego y diversión, terminó siendo la clave para recuperar la paz en el vecindario.

Desde entonces, siempre he recordado ese episodio como un ejemplo de cómo un objeto tan simple puede tener múltiples significados y usos. Aquella cuerda no solo trajo silencio y tranquilidad, sino que también simbolizó el ingenio y la capacidad de mi padre para resolver problemas con humor y creatividad. Y, por supuesto, mi hermana, que en aquel momento tendría alrededor de un añito, finalmente pudo dormir tranquila.

A lo largo de los años, he seguido viendo cómo los juegos de mi infancia, como las gomas y la cuerda, han evolucionado y se han adaptado a los tiempos modernos. Aunque muchos de esos juegos han cambiado en su forma o han sido sustituidos por nuevas tecnologías, la esencia de la diversión y la alegría que proporcionaban sigue siendo la misma. La capacidad de los niños para transformar objetos simples en herramientas de juego, para crear mundos imaginarios a partir de nada, es algo que siempre me ha fascinado.

A veces, cuando veo a niños jugando en los parques o en las calles, me pregunto si sienten la misma magia que nosotros sentíamos en aquellos días. ¿Siguen cantando canciones mientras saltan a la cuerda? ¿Aún se escucha el eco de esas rimas infantiles que resonaban en los patios de recreo? Tal vez no de la misma manera, pero estoy seguro que, en algún lugar, una niña está saltando a la goma mientras entona una canción, y en ese momento, el tiempo se detiene, y todo vuelve a ser tan simple y maravilloso como en aquellos días.

Al final, lo que importa no es tanto el juego en sí, sino lo que representa. Saltar a la cuerda, jugar a las gomas o a la rayuela, no son solo actividades físicas, sino recuerdos compartidos, momentos de conexión y alegría. Y aunque los tiempos cambien y los juegos evolucionen, siempre habrá algo especial en esos sencillos actos de saltar y cantar, en ese mágico instante en que el cuerpo y la voz se encuentran en perfecta armonía.

domingo, 29 de septiembre de 2024

CHISPAS

Las vísperas de la verbena de San Juan en el barrio de Sant Antoni, donde pasaba temporadas con mis abuelos, eran días de misterio y expectación. Todos los niños, y también los que ya habían dejado de serlo pero que aún se aferraban al espíritu juguetón de la infancia, nos dedicábamos a una tarea que parecía un ritual secreto, una misión casi mágica. Recorríamos las calles y patios, en busca de todo lo que pudiera arder: muebles viejos, cajas de madera, tablones desechados. Lo recogíamos con cuidado y lo escondíamos en lugares que solo nosotros conocíamos, como si guardáramos un tesoro. En el aire flotaba una mezcla de emoción y complicidad, una energía que crecía con cada pieza que añadíamos a nuestra colección clandestina.

El 23 de junio, la espera llegaba a su fin. Con el sol aún alto, comenzábamos a levantar nuestra montaña de maderas, una obra de arte efímera que se alzaba en cada esquina del barrio. Para nosotros, cada fragmento de madera tenía una historia, y cada historia se convertía en parte de esa estructura que pronto se transformaría en llama.  Cuando caía la noche, la magia se desataba. Desde las alturas del Eixample, el barrio parecía un tablero iluminado por las llamas de las hogueras que ardían en cada manzana. La ciudad se veía atrapada en un fuego que, lejos de ser destructivo, era un símbolo de celebración, un homenaje al poder del fuego como elemento purificador y renovador.

En nuestra esquina, la hoguera brillaba intensamente, y nosotros la mirábamos con orgullo. Habíamos trabajado todo el día para ese momento, para crear algo que compitiera con las demás, y ahora nuestras llamas se alzaban, altas y poderosas, como un desafío al cielo nocturno. Nos sentíamos parte de algo más grande, parte de una tradición que se remontaba a tiempos antiguos, y al mismo tiempo, protagonistas de nuestra propia historia.

La noche de San Juan, el barrio se convertía en un reino de luces y ruidos. Salíamos a la calle con los bolsillos llenos de bombetas, petardos, piulas y bengalas. El estruendo de los petardos resonaba en el aire, mezclándose con el crujido de la madera ardiendo, creando una sinfonía caótica que para nosotros era pura alegría. Encendíamos las bengalas y las hacíamos girar en el aire, dibujando círculos de fuego que se desvanecían en la oscuridad, dejando tras de sí un rastro efímero de luz y chispa. En esos instantes, sentíamos que la noche nos pertenecía, que éramos dueños del tiempo y del espacio, que nada podía apagar el fuego que ardía en nuestros corazones.

Y así, entre el fuego y las risas, la noche avanzaba, y nosotros, aún a medio camino entre la infancia y la juventud, descubríamos en cada chispazo de luz y en cada estallido de sonido, la esencia de la fiesta, esa mezcla de nostalgia y anticipación, de fin y de inicio, que la verbena de San Juan traía consigo. Mientras las llamas se consumían, nosotros nos prometíamos que el próximo año volveríamos a hacerlo, que una vez más llenaríamos el barrio de Sant Antoni de hogueras y risas, de luz y sonido, manteniendo viva la magia de esa noche eterna.

De niño, me fascinaban las chispas. Había algo hipnótico en esas diminutas estrellas que surgían de los lugares más inesperados. Mis favoritas eran las que brotaban del encuentro entre el acero y la piedra, un destello fugaz, nacido del roce, que encendía mi imaginación.

Recuerdo especialmente al afilador que recorría las calles del barrio. Con su viejo carro, anunciaba su llegada con el sonido agudo de un chiflo, o pito de afilador, una melodía que resonaba entre las fachadas, llamando a los vecinos a sacar sus cuchillos y tijeras. Con cada giro de su rueda, el afilador creaba un espectáculo de chispas que volaban en todas direcciones, dibujando efímeras constelaciones en el aire. Me acercaba a él con la misma emoción con la que vivía la noche de San Juan. Observaba cómo las chispas surgían del encuentro entre la hoja del cuchillo y la piedra giratoria, y en mi mente infantil, aquellas chispas no eran diferentes de las que brotaban de las bengalas durante la verbena. Ambas nacían del fuego, del choque, del poder de la fricción y la química, y ambas llenaban de luz y magia esos pequeños momentos de la vida cotidiana que, sin saberlo entonces, se convertirían en recuerdos imborrables.

El sonido agudo del chiflo del afilador, también llamado zampoña, resonaba por las calles, anunciando su llegada como un mensajero de tiempos pasados. Aquella melodía, simple pero inconfundible, se deslizaba entre las casas, despertando la curiosidad de los niños y la atención de los mayores. En mi mente de niño, el afilador no era solo un comerciante, sino un personaje mágico, portador de misterios y antiguas tradiciones.



El tono del chiflo era una melodía familiar que resonaba en las calles, evocando una mezcla de nostalgia y misterio. Aquel simple silbido, nacido del soplo del afilador, era más que una señal de su llegada; era una llamada que despertaba viejas tradiciones y creencias arraigadas en la memoria colectiva.

A mí, me fascinaban esos pequeños chiflos de plástico que encontrábamos en los quioscos. Eran regalos modestos, acompañados de alguna golosina, pero para nosotros, eran mucho más que simples juguetes. Con un soplido, podíamos imitar la melodía del afilador, sintiéndonos partícipes de un ritual que se remontaba a siglos atrás. Imaginábamos que, al hacerlo, convocábamos la magia que ese hombre misterioso traía consigo, y por un momento, nos convertíamos en guardianes de secretos antiguos.

El origen de esta tradición venía de Galicia, en la tierra de Ourense, donde el chiflo y el afilador se entrelazaron en una simbiosis única. Allí, en la Ribera Sacra, el carro del afilador adorna el escudo del municipio de Nogueira de Ramuín, testigo silencioso de una herencia que se transmitía de generación en generación. 




                                     Escudo del Municipio de Nogueira de Ramuín




En algunos pueblos, cuando el chiflo del afilador resonaba, la gente reaccionaba con una mezcla de respeto y superstición. Algunos se cubrían la cabeza con un trapo negro, buscando atraer la buena suerte, mientras que otros se sacudían la ropa, deseosos de espantar la mala fortuna.

Se decía que el sonido del chiflo era presagio de muerte, que su silbido advertía de la cercanía de lo inevitable. Pero también se decía que traía consigo la bendición de San Antonio Abad, protector de los animales y de los oficios ambulantes, y que aquellos que lo escuchaban debían proteger su dinero, pues el silbido podía hacer que se esfumara de forma inexplicable.

Para mí, el chiflo del afilador nunca fue motivo de temor. Era más bien un símbolo de la continuidad, de la conexión con un pasado que se resistía a desvanecerse. En cada soplido, en cada nota sencilla que escapaba del chiflo, se escondía una historia, un eco de la “Terra da chispa” que seguía viva en cada esquina, recordándonos que la tradición, por simple que parezca, siempre encuentra la manera de perdurar.

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Con su viejo carro y su delantal de cuero, se detenía en las esquinas, desplegando su rueda de esmeril. Las chispas nacían de la fricción entre el acero y la piedra, iluminando fugazmente el rostro concentrado del afilador. En aquellos destellos, parecía contenerse la historia de siglos de un oficio que había acompañado a la humanidad desde tiempos remotos.

El carro del afilador era un pequeño mundo en movimiento, una isla rodante de oficio y tradición. En la parte delantera, la gran rueda de esmeril giraba con precisión, impulsada por el pedaleo constante del afilador. Era un ciclo hipnótico de energía transferida, un mecanismo simple pero efectivo que convertía el esfuerzo del hombre en chispas luminosas que saltaban al contacto del acero.

Aquel carro no era solo una herramienta de trabajo, sino un refugio, una extensión del afilador mismo. Con sus cajones llenos de piedras de afilar, aceites y pequeñas herramientas, parecía preparado para cualquier desafío que le presentara el acero desgastado de la vida cotidiana. Era robusto y práctico, diseñado para resistir el paso del tiempo y las inclemencias del clima, siempre listo para rodar por las calles y ofrecer sus servicios de puerta en puerta.

Sobre el carro, un paraguas coronaba el escenario. No era un simple accesorio, sino un compañero fiel, protegiendo al afilador del sol abrasador y de la lluvia imprevista. Con sus colores llamativos, el paraguas no solo brindaba sombra y cobijo, sino que también anunciaba su presencia desde lejos, invitando a los vecinos a acercarse, a escuchar el silbido agudo del chiflo y a presenciar el ritual del afilado.

Era fácil imaginar al afilador pedaleando bajo aquel paraguas, concentrado en su tarea, mientras el acero y la piedra se encontraban en un breve pero intenso baile de chispas. Y aunque el humor popular bromeara sobre el hambre de su perro, que se comía las chispas para catar algo caliente, había algo profundo y admirable en aquel hombre que recorría las calles con su carro, llevando consigo la chispa de un oficio tan antiguo como esencial. En cada giro de la rueda, en cada destello de luz, el afilador no solo mantenía viva la herramienta, sino también la memoria de una tradición que, como él, se resistía a desaparecer. 

viernes, 16 de agosto de 2024

Hielo y nevera

 A finales de los años 50 no había guarderías en el barrio donde yo vivía y cuando mi madre tenía que ir a trabajar o a algún recado, lo normal era que me quedase solo en casa. Como en la película, pero en pobre.

En el vecindario, las amas de casa también se ayudaban mutuamente en la crianza de los hijos. Podías quedarte en casa, donde alguna vecina vendría a cuidarte, o bien te llevaban a su casa, y allí pasabas el tiempo mientras tu madre estaba fuera.

Tenía muy claro, porque así me lo hacían saber mis padres, que estando solo, no me podía asomar a la ventana, que no podía abrir la puerta a nadie y que no entrase en la cocina ya que era peligroso, del resto no había prohibiciones.

En el comedor de la vivienda, muy pequeña, por cierto, teníamos una mesa, unas sillas y lo que denominábamos un bufet, consistente en un mueble de tres cajones y dos pequeños armarios laterales. A su lado estaba una nevera que teníamos que alimentar de hielo, casi todos los días.

En los años 50 en Barcelona, la fabricación de hielo era un proceso industrial clave, especialmente en una era donde los refrigeradores domésticos aún no eran comunes. Las fábricas de hielo operaban utilizando grandes tanques de agua que se congelaban mediante sistemas de refrigeración por compresión. El refrigerante más común era el amoníaco, que circulaba por serpentines que rodeaban los tanques.

El proceso involucraba la compresión del amoníaco gaseoso, que se calentaba y luego se enfriaba en un condensador, transformándolo en líquido. Este líquido pasaba por una válvula de expansión, reduciendo su presión y temperatura, y se evaporaba en un evaporador, absorbiendo calor y enfriando el agua circundante para formar hielo en grandes bloques. Estos bloques se cortaban en secciones manejables utilizando sierras eléctricas o manuales.

Una vez producido, el hielo necesitaba ser transportado desde las fábricas hasta los puntos de distribución y consumo. El transporte se realizaba en pequeñas furgonetas o en carros tirados por caballos, una imagen icónica de la Barcelona de esa época. Los carros estaban diseñados para minimizar la pérdida de hielo durante el trayecto, utilizando materiales aislantes como paja, lona y mantas gruesas para proteger los bloques del calor. Los carretilleros, encargados del transporte, recorrían las calles de la ciudad llevando el hielo a los almacenes de distribución y a los comercios. 

Los almacenes de hielo eran fundamentales en los barrios, actuando como puntos de almacenamiento temporal. La gente acudía a estos almacenes con carretillas, cubos o sacos resistentes para comprar el hielo. Era común ver a amas de casa, pequeños comerciantes y taberneros formando filas para adquirir bloques de hielo, que luego utilizaban para mantener frescos los alimentos en neveras o para enfriar bebidas. El hielo se vendía generalmente por peso, y los empleados de los almacenes lo cortaban en tamaños más manejables según las necesidades de los clientes. 

Aún recuerdo, siendo muy pequeño, acompañar a mi padre o a mi madre, para acudir al almacén con un cubo y tener verdadero miedo a los garfios, a las salpicaduras heladas y las sierras que utilizaban los obreros para cortarlo y depositarlo en los baldes.

Los comercios y bares recibían entregas directas de hielo. Los carretilleros descargaban los bloques y los colocaban en cámaras frigoríficas o neveras especiales dentro de los establecimientos.

En las tabernas y bares, el hielo se utilizaba principalmente para enfriar bebidas y conservar ciertos alimentos. Los comerciantes y taberneros dependían del hielo diario para sus operaciones, haciendo de la distribución una actividad esencial en la vida económica y social de la Barcelona a mediados y finales de los años 50.

Las neveras domésticas de hielo eran esenciales para la conservación de alimentos. Estas neveras eran muebles robustos, generalmente de madera, con un revestimiento interior de metal. Ese aislamiento se lograba mediante corcho negro, que mantenía el frío en el interior. El propósito era reducir la transferencia de temperatura entre el interior y el exterior de ese espacio. El aislamiento térmico es un componente clave en la eficiencia de las neveras y en muchos otros aspectos de la construcción moderna.

Nuestra nevera tenía dos compartimentos principales, en la parte superior se colocaban los bloques de hielo cortados, y en la parte inferior se ponían los alimentos. Era como un cajón verde redondeado con pequeñas patas, con una maneta que al girarla la hacía hermética en la que colocábamos alguna bebida y algún alimento como carne, verdura, o pescado y poca cosa más. Estaba colocada al lado del bufet y era un poco más alta que el mueble, sobre ella solía haber un frutero.

 El agua del hielo derretido se recogía en un recipiente o bandeja en la base, que debía vaciarse regularmente. Estas neveras permitían mantener frescos alimentos y bebidas sin electricidad.

El bufet, que significa "banco" o "mueble donde se colocan los platos", proviene del francés "buffet", con sus cajones llenos de secretos, era una especie de portal mágico que me permitía alcanzar nuevas alturas, literalmente. Escalarlo era como ascender una montaña, con la emoción del riesgo y la promesa de una vista panorámica de mi pequeño reino cuando estaba solo.

En aquellos días, cada rincón de nuestra pequeña vivienda se convertía en un escenario de aventuras imaginarias. El comedor no era solo un espacio para comer, sino un vasto territorio de exploración para mi mente infantil. Los objetos cotidianos se transformaban en piezas clave de mis historias.

En cierta ocasión, estando solo, hice lo que muchos niños hacen cuando tienen dos o tres años, echar de imaginación para construirme un lugar diferente al habitual y jugar a aquello que no te dejan hacer por estar fuera de lugar y ser peligroso. Así que lo que se me ocurrió fue abrir el tercer cajón del bufet al máximo, el segundo cajón hasta la mitad y el primer cajón solo un poco, convirtiendo el mueble en una escalera perfecta para subir hasta la tarima encimera. Aún no sé cómo aquello no se volcó y provoqué un desastre en aquel comedor. El caso es que aguantó, supongo por el peso de las cosas almacenadas y porque yo pesaba poco.

La nevera de hielo se erguía como un monolito de un mundo antiguo y misterioso, guardiana de tesoros fríos que alimentaban mi curiosidad y mi imaginación. 




Logré el primer propósito, solo quedaba llegar hasta encima de la nevera para completar la conquista de la escalada; allí la recompensa sería mayúscula.

El objetivo se concluyó sentándome al lado del frutero, donde había dos kilos de plátanos.

Cada plátano devorado en la cima era un trofeo, una dulce victoria sobre la monotonía de la espera en solitario.

Cuando llegaron mis padres tuvieron que esquivar las pieles de la preciada fruta para no resbalar ya que me los había comido todos.

Mis padres, al regresar, encontraron no solo una pila de cáscaras de plátano, sino también a un pequeño conquistador satisfecho, con el rostro manchado de la dulzura de sus descubrimientos. La regañina que siguió estaba cargada de una mezcla de preocupación y alivio, porque, aunque no había desobedecido las reglas, había hecho un estropicio y me podía producir un fuerte dolor estomacal, también había demostrado una astucia y una habilidad para sobrevivir y adaptarme a la soledad de aquellos días.

A veces, al cerrar los ojos, puedo volver a sentir el frescor del hielo, los garfios afilados clavándose en el hielo, arrancando fragmentos que volaban en todas direcciones, salpicando a los que observábamos, inmóviles y con los ojos bien abiertos, las guillotinas horizontales salpicando a los presentes y asustando a los más pequeños, como a mí, era como si el frío del hielo se trasladara a nuestro interior.

En esos recuerdos, encuentro una especie de consuelo y un recordatorio de que, incluso en los momentos más simples y cotidianos, la vida está llena de pequeñas aventuras esperando ser descubiertas.

Mercromina. El color rojo de una época

  En mi niñez, me llamaba poderosamente la atención el color rojo de la mercromina ya que me recordaba a la sangre. Pensando en ello me he p...